
Fue mientras se servía la sexta taza de café cuando Ruperto Benítez, por pura intuición, miró por las paredes de cristal del despacho y vio, primero, el anuncio enorme de una mujer desvergonzada que enseñaba los senos en plena vía pública, luego, el bulto grisáceo de cabello rubio que descendía a toda velocidad desde quince pisos más arriba, y que después se enteraría, no al asomarse para ver una mancha de sangre y tripas en el pavimento mojado, era Silvia Mendoza, la jefa de ventas del corporativo en la zona oriente. El informe extraoficial que se difundió de boca en boca apenas se fueron los paramédicos narraba cómo el mismísimo presidente, que se había aparecido en las últimas dos semanas al menos trece veces, algo inusual e inverosímil bajo las leyes del universo del corporativo, desde su oficina repleta de asesores y demás parásitos la había mandado llamar por dos motivos, primero, otorgarle un merecido reconocimiento por treinta y cinco años trabajando para el corporativo con resultados inigualables, un impreso prediseñado con su nombre en letras cursivas y brillantes y una canasta de pan de dulce con listones rojos y blancos, y segundo, para obligarla a firmar su carta de retiro voluntario y ponerla de patitas en la calle sin mayor explicación que la crisis. Silvia Mendoza miró al presidente por encima de sus enormes gafas cuadradas, se aclaró la garganta, e incrédula, sólo alcanzó a articular, Habla usted en serio, antes que el presidente, con sólo un movimiento de mano, hiciera que sus dos guardaespaldas la sacaran de la oficina mientras él agitaba, cínico, los dedos gruesos y manchados y le decía, Muchas gracias señora Mendoza, hasta pronto. Ella no se resistió, pero cuando cerraron la puerta tras ella, caminó hasta su cubículo sin mirar a nadie ni decir palabra, se sentó frente a su computadora y lloró en silencio por dos horas. Luego la vieron poner sus cosas en una caja, nadie se animaba a decirle nada, aquello había sido tan inesperado para ella como para el resto, tiró con un movimiento elegante la pantalla del computador, haciéndola añicos contra el suelo, y salió del piso por la escalera, no hacia abajo como todo el mundo, mirándola por el rabillo del ojo, esperaba, sino hacia arriba, causando el asombro de las secretarias, que no se habían recuperado todavía de su acto reciente de vandalismo corporativo, o tecnológico, cuando ya la señora Silvia las sorprendía con este nuevo arranque de insensatez, A dónde va la señora Silvia, Qué va a hacer, pero nadie se atrevió a subir el primer peldaño para seguirla. Tres minutos después, la vieron descender en caída libre los cuarenta y cuatro pisos que separaban la banqueta de la azotea, y desbaratarse el cráneo contra el suelo.
Ella fue la primera. Ruperto Benítez, coordinador de enlace y medios, zona sur, vio con sus propios ojos cómo despedían a dieciocho jefes, subjefes, gerentes, coordinadores y asesores de todos los pisos en los siguientes dieciocho días, todos y cada uno siguiendo los pasos de la señora Silvia: luego de ver, muchos de ellos, por primera vez al presidente del corporativo de frente a los ojos, ponían sus cosas en una caja y se tiraban de la azotea del edificio sin hablar con nadie y sin que nadie les hablara. Alrededor de las cuatro de la tarde eran llamados a la oficina del jefe, y dos horas después ya se les veía pasar como una mancha lúgubre por las paredes del cristal del edificio a toda velocidad, uno tras otro, después del quinto a nadie le sorprendió que todos siguieran sus pasos. Para los empleados, se había convertido en un pacto secreto, todo un ritual obligatorio que debía cumplirse al pie de la letra, apenas empezaban los rumores y la víctima tenía que mentalizarse para lo inevitable. Los noticiarios y gobiernos locales, en cambio, estaban escandalizados, exigiendo a la empresa que tomara medidas inmediatas para solucionar aquella ola de suicidios que amenazaban con desatar el pánico laboral en todo el país, pero lo único que hizo el presidente fue mandarles un email de aliento a todos los empleados, Todos son parte esencial del corporativo, saldremos adelante juntos como un equipo y demás disparates, y poner una pizarra en la recepción con ofertas de empleo de otras empresas, para que vieran que afuera, en el mundo, todavía podían ser alguien, Se solicita chófer de ambulancia, excelente presentación, Urge capitán de meseros, ofrecemos sueldo base, Prestigiosa empresa líder en su ramo solicita vendedores ejecutivos, telefonistas, guardias de seguridad y personal de limpieza, llamar a la licenciada Aurora. Pero aquellos no eran trabajos que valieran la pena, al menos no para los jefes, subjefes, gerentes, coordinadores y asesores, que eran los más vulnerados ante las medidas para combatir la crisis, ninguno de ellos, con al menos diez años en el mismo empleo, se veía vendiendo seguros de vida.
El día diecinueve anunciaron que les entregarían las nuevas credenciales y que ya no despedirían a una persona por día, sino a cincuenta y cinco al mes, comenzando hoy y durante los siguientes tres meses, a ver si tenían los suficientes pantalones para ir lanzándose unos detrás de otros, sin la satisfacción del protagonismo personal, vueltos una cifra más de las espeluznantes estadísticas que los reporteros llevaban con rigurosa exactitud, sin más notas sobre la cotidianidad de sus vidas de boca de sus familiares, amigos y conocidos, pero no de los compañeros de trabajo, que tenían prohibido dar entrevistas, so pena de despido inmediato que bajo estas circunstancias era igual a una condena súbita. Ruperto Benítez se tomó la quinta taza de café de un trago y se sirvió uno más. Las manos le temblaban, el sudor resbalaba por su frente, porque intuía lo inevitable. Desde que llegó por la mañana, nadie lo miraba a los ojos. Grupos de secretarias, sabiéndose inmunes a las estrategias de la dirección, murmuraban en los rincones y se dispersaban ante su cercanía. Descubrió a cuatro compañeros mirándolo de reojo, casi compadeciéndolo. Carajo, pensaba, si no me compadecieron cuando mi mujer me dejó, qué les da el derecho a hablar así de mí. No consiguió concentrarse en toda la mañana. Miraba el reloj, impaciente, y luego su teléfono, esperando la llamada final, la sentencia de muerte irrevocable. Estuvo a punto de rezar, pero antes de aceptar su destino, tenía que salir de esa maldita angustia. Se desató la corbata, se sirvió un duodécimo café y salió del piso a toda velocidad. Pobre hombre, dijo una secretaria, está muy alterado, si supiera lo que le espera. Pero Ruperto ya se encontraba bajando las escaleras a toda velocidad, esquivando a los intendentes, disculpándose con los que subían y tropezando con los que bajaban, hasta que llegó al piso tercero, donde se encontraban las bodegas. El guardia de la puerta, al ver su determinación, no se atrevió a hacerle el interrogatorio de rutina, Con quién va, qué asunto, nada más se hizo a un lado, y Ruperto no se molestó en agradecer.
No le costó trabajo encontrar las cajas con las nuevas credenciales. Estaban organizadas por departamento, por zona y por inicial. Aquí está, departamento de enlace y medios, zona este, zona oeste, zona sur, este es. No le era suficiente con mirar las fotografías, leía los apellidos y el puesto, Alarcón, mensajero, Almeida, intendencia, Arámbura, inspector de calidad, Azabache, técnico, Baluarte, intendencia, Benavides, secretaria, Benigno, contabilidad, Bretón, auxiliar de contabilidad, Casares, secretaria. Repasó los apellidos una vez más, y todavía una tercera, desde la A hasta la Z, seguro que se había despistado, se le habrá pasado sin ver, No es esto posible, dónde se ha metido mi credencial…
No se tomó la molestia de meter sus cosas en una caja, ni de darle a sus compañeros de oficina el gusto de verlo humillado y convertido en objeto de compasión. Paso a paso, escalón por escalón, subió desde el tercer piso hasta la azotea, sin esperar para ser llamado a la oficina del presidente, miró la ciudad desde las alturas, invadida de nubes de tormenta, se dio cuenta que hoy no llovería, y que nada, ni ser despedido junto con otros cincuenta y cuatro incautos, lo detendría de cumplir con lo que ya estaba escrito desde el inicio de los tiempos sería su final, descerebrado como un mártir de la crisis en la banqueta. Sin dudar, se lanzó, casi con gusto, hasta sintió alivio, sólo pensando en el viento fuerte rompiéndose a su paso, en el frío del otoño y en el vértigo de la caída libre, y luego, la oscuridad.
Cuando Ruperto Benítez terminó de hurgar entre las cajas, un grupo de empleados entró por algunas y el presidente mandó llamar a todo el personal del departamento de enlace y medios a la sala de conferencias para repartir las nuevas credenciales y anunciar el ascenso del coordinador de la zona sur, Ruperto Benítez, a jefe de departamento en reemplazo de Lupita Martínez, quien lamentablemente había fallecido hace tres días, mostrándole a todos la credencial del empleado afortunado como si se tratara de un premio de consolación para el resto, Ya ven, no nada más hay despidos. Nadie lo encontró cuando lo mandaron llamar, pero todo el mundo se alborotó cuando una secretaria histérica salió por el pasillo gritando que se había matado alguien. El presidente, indignado, refunfuñó, Pero si todavía no he despedido a nadie hoy, lo que me faltaba, y se encerró en su oficina dando órdenes expresas y determinantes de que nadie lo molestara.
(FIN)