21/9/09

Los mártires de la crisis



Fue mientras se servía la sexta taza de café cuando Ruperto Benítez, por pura intuición, miró por las paredes de cristal del despacho y vio, primero, el anuncio enorme de una mujer desvergonzada que enseñaba los senos en plena vía pública, luego, el bulto grisáceo de cabello rubio que descendía a toda velocidad desde quince pisos más arriba, y que después se enteraría, no al asomarse para ver una mancha de sangre y tripas en el pavimento mojado, era Silvia Mendoza, la jefa de ventas del corporativo en la zona oriente. El informe extraoficial que se difundió de boca en boca apenas se fueron los paramédicos narraba cómo el mismísimo presidente, que se había aparecido en las últimas dos semanas al menos trece veces, algo inusual e inverosímil bajo las leyes del universo del corporativo, desde su oficina repleta de asesores y demás parásitos la había mandado llamar por dos motivos, primero, otorgarle un merecido reconocimiento por treinta y cinco años trabajando para el corporativo con resultados inigualables, un impreso prediseñado con su nombre en letras cursivas y brillantes y una canasta de pan de dulce con listones rojos y blancos, y segundo, para obligarla a firmar su carta de retiro voluntario y ponerla de patitas en la calle sin mayor explicación que la crisis. Silvia Mendoza miró al presidente por encima de sus enormes gafas cuadradas, se aclaró la garganta, e incrédula, sólo alcanzó a articular, Habla usted en serio, antes que el presidente, con sólo un movimiento de mano, hiciera que sus dos guardaespaldas la sacaran de la oficina mientras él agitaba, cínico, los dedos gruesos y manchados y le decía, Muchas gracias señora Mendoza, hasta pronto. Ella no se resistió, pero cuando cerraron la puerta tras ella, caminó hasta su cubículo sin mirar a nadie ni decir palabra, se sentó frente a su computadora y lloró en silencio por dos horas. Luego la vieron poner sus cosas en una caja, nadie se animaba a decirle nada, aquello había sido tan inesperado para ella como para el resto, tiró con un movimiento elegante la pantalla del computador, haciéndola añicos contra el suelo, y salió del piso por la escalera, no hacia abajo como todo el mundo, mirándola por el rabillo del ojo, esperaba, sino hacia arriba, causando el asombro de las secretarias, que no se habían recuperado todavía de su acto reciente de vandalismo corporativo, o tecnológico, cuando ya la señora Silvia las sorprendía con este nuevo arranque de insensatez, A dónde va la señora Silvia, Qué va a hacer, pero nadie se atrevió a subir el primer peldaño para seguirla. Tres minutos después, la vieron descender en caída libre los cuarenta y cuatro pisos que separaban la banqueta de la azotea, y desbaratarse el cráneo contra el suelo.

Ella fue la primera. Ruperto Benítez, coordinador de enlace y medios, zona sur, vio con sus propios ojos cómo despedían a dieciocho jefes, subjefes, gerentes, coordinadores y asesores de todos los pisos en los siguientes dieciocho días, todos y cada uno siguiendo los pasos de la señora Silvia: luego de ver, muchos de ellos, por primera vez al presidente del corporativo de frente a los ojos, ponían sus cosas en una caja y se tiraban de la azotea del edificio sin hablar con nadie y sin que nadie les hablara. Alrededor de las cuatro de la tarde eran llamados a la oficina del jefe, y dos horas después ya se les veía pasar como una mancha lúgubre por las paredes del cristal del edificio a toda velocidad, uno tras otro, después del quinto a nadie le sorprendió que todos siguieran sus pasos. Para los empleados, se había convertido en un pacto secreto, todo un ritual obligatorio que debía cumplirse al pie de la letra, apenas empezaban los rumores y la víctima tenía que mentalizarse para lo inevitable. Los noticiarios y gobiernos locales, en cambio, estaban escandalizados, exigiendo a la empresa que tomara medidas inmediatas para solucionar aquella ola de suicidios que amenazaban con desatar el pánico laboral en todo el país, pero lo único que hizo el presidente fue mandarles un email de aliento a todos los empleados, Todos son parte esencial del corporativo, saldremos adelante juntos como un equipo y demás disparates, y poner una pizarra en la recepción con ofertas de empleo de otras empresas, para que vieran que afuera, en el mundo, todavía podían ser alguien, Se solicita chófer de ambulancia, excelente presentación, Urge capitán de meseros, ofrecemos sueldo base, Prestigiosa empresa líder en su ramo solicita vendedores ejecutivos, telefonistas, guardias de seguridad y personal de limpieza, llamar a la licenciada Aurora. Pero aquellos no eran trabajos que valieran la pena, al menos no para los jefes, subjefes, gerentes, coordinadores y asesores, que eran los más vulnerados ante las medidas para combatir la crisis, ninguno de ellos, con al menos diez años en el mismo empleo, se veía vendiendo seguros de vida.

El día diecinueve anunciaron que les entregarían las nuevas credenciales y que ya no despedirían a una persona por día, sino a cincuenta y cinco al mes, comenzando hoy y durante los siguientes tres meses, a ver si tenían los suficientes pantalones para ir lanzándose unos detrás de otros, sin la satisfacción del protagonismo personal, vueltos una cifra más de las espeluznantes estadísticas que los reporteros llevaban con rigurosa exactitud, sin más notas sobre la cotidianidad de sus vidas de boca de sus familiares, amigos y conocidos, pero no de los compañeros de trabajo, que tenían prohibido dar entrevistas, so pena de despido inmediato que bajo estas circunstancias era igual a una condena súbita. Ruperto Benítez se tomó la quinta taza de café de un trago y se sirvió uno más. Las manos le temblaban, el sudor resbalaba por su frente, porque intuía lo inevitable. Desde que llegó por la mañana, nadie lo miraba a los ojos. Grupos de secretarias, sabiéndose inmunes a las estrategias de la dirección, murmuraban en los rincones y se dispersaban ante su cercanía. Descubrió a cuatro compañeros mirándolo de reojo, casi compadeciéndolo. Carajo, pensaba, si no me compadecieron cuando mi mujer me dejó, qué les da el derecho a hablar así de mí. No consiguió concentrarse en toda la mañana. Miraba el reloj, impaciente, y luego su teléfono, esperando la llamada final, la sentencia de muerte irrevocable. Estuvo a punto de rezar, pero antes de aceptar su destino, tenía que salir de esa maldita angustia. Se desató la corbata, se sirvió un duodécimo café y salió del piso a toda velocidad. Pobre hombre, dijo una secretaria, está muy alterado, si supiera lo que le espera. Pero Ruperto ya se encontraba bajando las escaleras a toda velocidad, esquivando a los intendentes, disculpándose con los que subían y tropezando con los que bajaban, hasta que llegó al piso tercero, donde se encontraban las bodegas. El guardia de la puerta, al ver su determinación, no se atrevió a hacerle el interrogatorio de rutina, Con quién va, qué asunto, nada más se hizo a un lado, y Ruperto no se molestó en agradecer.

No le costó trabajo encontrar las cajas con las nuevas credenciales. Estaban organizadas por departamento, por zona y por inicial. Aquí está, departamento de enlace y medios, zona este, zona oeste, zona sur, este es. No le era suficiente con mirar las fotografías, leía los apellidos y el puesto, Alarcón, mensajero, Almeida, intendencia, Arámbura, inspector de calidad, Azabache, técnico, Baluarte, intendencia, Benavides, secretaria, Benigno, contabilidad, Bretón, auxiliar de contabilidad, Casares, secretaria. Repasó los apellidos una vez más, y todavía una tercera, desde la A hasta la Z, seguro que se había despistado, se le habrá pasado sin ver, No es esto posible, dónde se ha metido mi credencial…

No se tomó la molestia de meter sus cosas en una caja, ni de darle a sus compañeros de oficina el gusto de verlo humillado y convertido en objeto de compasión. Paso a paso, escalón por escalón, subió desde el tercer piso hasta la azotea, sin esperar para ser llamado a la oficina del presidente, miró la ciudad desde las alturas, invadida de nubes de tormenta, se dio cuenta que hoy no llovería, y que nada, ni ser despedido junto con otros cincuenta y cuatro incautos, lo detendría de cumplir con lo que ya estaba escrito desde el inicio de los tiempos sería su final, descerebrado como un mártir de la crisis en la banqueta. Sin dudar, se lanzó, casi con gusto, hasta sintió alivio, sólo pensando en el viento fuerte rompiéndose a su paso, en el frío del otoño y en el vértigo de la caída libre, y luego, la oscuridad.

Cuando Ruperto Benítez terminó de hurgar entre las cajas, un grupo de empleados entró por algunas y el presidente mandó llamar a todo el personal del departamento de enlace y medios a la sala de conferencias para repartir las nuevas credenciales y anunciar el ascenso del coordinador de la zona sur, Ruperto Benítez, a jefe de departamento en reemplazo de Lupita Martínez, quien lamentablemente había fallecido hace tres días, mostrándole a todos la credencial del empleado afortunado como si se tratara de un premio de consolación para el resto, Ya ven, no nada más hay despidos. Nadie lo encontró cuando lo mandaron llamar, pero todo el mundo se alborotó cuando una secretaria histérica salió por el pasillo gritando que se había matado alguien. El presidente, indignado, refunfuñó, Pero si todavía no he despedido a nadie hoy, lo que me faltaba, y se encerró en su oficina dando órdenes expresas y determinantes de que nadie lo molestara.

(FIN)

16/9/09

Amargado



1. No sé cuándo me convertí en un amargado, que prefiere quedarse en casa, a salvo de la lluvia, del frío y de los cohetes que salir a festejar el aniversario de la independencia de su país con la cara pintada de verde-blanco-y-rojo y una bandera nacional amarrada a la cabeza. Pero lo cierto es que lo soy. El ánimo festivo de los extraños me perturba, me molesta saber que mis amigos, mi mismísima pareja, se están divirtiendo y se la están pasando bien y prefiero recluirme que arruinarles la noche con mi cara larga de fastidio y mis gestos de ya-me-quiero-ir inconfundibles. Ahora que lo recuerdo, desde que era niño soy así. Cuando mis tías y mi abuela me sacaban de la comodidad de la casa y me llevaban al tumulto infinito de personas ebrias y escandalosas en el paseo Olas Altas, durante las celebraciones del carnaval de Mazatlán, fingía tener mucho sueño para hacerlas sentir culpables (y molestas) de tener que cargar con un bulto dormido en la banqueta, tapado con chamarras. No, no dormía, imposible dormir en medio de ese barullo, pero me complacía arruinarles la noche dado que habían arruinado la mía. Hoy en día, por fortuna, me he dado cuenta que eso es de muy mal gusto, por lo que he dejado de ir a festividades, celebraciones y todo tipo de parrandas hasta el amanecer que no sean en mi honor. Desgraciadamente, esto, no ir, también parece afectar a aquellos que me rodean y que sí lo disfrutan, por lo tanto, no tengo salida: mi destino es amargar a las personas a mi alrededor, no importa lo que haga. Como Amaranta Buendía.

2. Lo único que lamento de no haber accedido a las insistentes súplicas de Regina Orozco (quien seguramente creyó que nuestro prehistórico teléfono tenía una contestadora integrada [Daniel, Daniel, Daniel, Daniel, Daniel, vente Daniel, traete el tequila Daniel], y no un vulgar buzón telmex, como en efecto tiene), es que después de cenar me puse a pensar que justamente hoy, por la fecha, por la lluvia y por la hora, en ese orden jerárquico, de más a menos, sería sumamente difícil, si no imposible, encontrar un taxi seguro que quisiera venir a Iztapalapa. Debí haber ido por ti. Ahora estoy preocupado. Porque además de amargado, soy preocupón. No sé qué viste en mí.

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"I wish I was special/ you're so fuckin' special/ But I'm a creep"

12/9/09

Un espejismo



1. Es un fuerte choque recordar, en sólo hora y media, que todo lo que vivimos, esta realidad que hemos creado, de la que tan orgullosos estamos, es un fraude. Es un mundo mágico que no corresponde con el mundo exterior, que nos aleja de nuestra verdadera condición. Vivir para generar dinero, no es lo que deberíamos estar haciendo. Hemos edificado ciudades de asfalto, inmensas, laberínticas, donde hemos decidido perdernos para siempre en una bruma de ilusiones y falsos recuerdos, de un futuro irreal, inverosímil, al que estamos ansiosos de llegar pero que, sabemos, nunca llegará, porque más pronto se congelará el sol que saciará el hombre su ambición. Todo acto de nuestra sociedad (entiéndase occidental, "moderna" o mexicana, da lo mismo) es una parodia de un sueño que no puede ni podrá concretarse jamás. Escribir frente a esta computadora, por ejemplo. Para poder hacerlo, necesito luz, dado que el aparato electrónico complejo del que me sirvo así lo exige. Que se haga, pues, la luz, a través del enchufe y el cable. ¿Quién ha puesto ese enchufe ahí, y peor aún, de dónde viene esta energía eléctrica, nombre verdadero de lo que coloquialmente he llamado "luz"? La computadora está dispuesta, para mi uso y disfrute, en un escritorio de aserrín prensado, sencillo, con una repisa y un cajón. No son más que restos de madera y pegamento, uno que otro tornillo, que me da el soporte para no tener que acostarme en el suelo helado a escribir. ¿De dónde ha salido esta madera, quién ha armado este mueble? No yo. El instrumento principal, la computadora, es todavía más surreal. El código binario en que funciona la transmisión, procesamiento y codificación de la información es producto de complicados procesos intelectuales que se han acumulado a lo largo de toda la historia humana. El plástico que recubre todos los componentes electrónicos es, igualmente, resultado de la explotación salvaje de nuestra principal fuente de energía, el petróleo. Nada de esto, ninguna de estas cosas, las he trabajado yo. Lo único que hice fue conectar cables y presionar botones. Las casas en las que vivimos, las calles por las que transitamos, los alimentos que ingerimos y las diversiones que nos procuramos, nada es sino un espejismo que nos ayuda a olvidarnos que a cientos de miles de kilómetros hay millones de personas trabajando de sol a sol para que nosotros, habitantes/parásitos de las ciudades, podamos conservar esta vida repleta de lujos que tanto nos gusta y a la que tan bien nos hemos acostumbrado. Hemos construido nuestro modelo social en torno al dinero y no al alimento, como lo hacen el resto de las especies que habitan nuestro planeta. A causa de esto, hemos roto el equilibrio en que la Tierra se mantuvo durante millones de años antes de nuestra aparición. Un día, el dinero no tendrá más sentido, porque el petróleo se acabará, los árboles se acabarán, el agua se acabará, el aire se acabará, y los humanos, al fin, se acabarán también, víctimas de sus propios (devastadores) actos. Ese día, la Tierra, librada para siempre de su peor pesadilla, respirará aliviada, se sacudirá las cenizas y continuará sonriente su recorrido por el Universo que, generoso, no la volverá a castigar con tan despreciable especie.

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Recomendación: Home, un film de Yann Arthus-Bertrand.

1/9/09

Hay días así



[Para Tony, por la injusticia de su vida truncada]

No quiere abrir la puerta. El aire fresco del interior del coche es, con seguridad, mucho más acogedor que los casi cuarenta grados que lo esperan en la calle. Son casi las doce y el calor apenas empieza a mostrarse tal cual es, sin la menor consideración por los nobles habitantes del puerto. Mejor me voy, piensa, a tomar un refresco al sanborn's, al cabo no tengo citas hoy. Una sonrisa le llena la cara. Busca su celular, marca un número, es el primero que se ha aprendido de memoria. Aguarda. Hola, soy yo, cómo estás, vamos al sanborn's, sí, sí, estoy aquí, pero no quiero abrir hoy, no tengo citas, y pensaba, ah, sí, no me acordaba, a qué hora sales, bueno, te espero, paso por ti... te amo, adiós. Cuelga y suspira. Hacía mucho que no estaba enamorado, y a pesar de que sus súbitos planes se han frustrado, o más bien, desplazado hacia horas más lejanas, se siente feliz. Ni hablar. Toma las llaves, se pone sus lentes oscuros y de un salto sale al cruel mundo exterior. Pone la alarma mientras se aleja de su camioneta nueva, la verdad le ha ido bien en el trabajo, no puede quejarse. Sin sospecharlo, a unos pocos metros de ahí, dos hombres y una mujer lo observan sigilosos enfilarse hacia el local.

Lo primero que hace, como cualquiera lo haría, es prender el aire acondicionado. Cierra con llave por dentro, es hora que la cerradura no sirve. Se deshace de sus lentes, de su mochila y de las llaves. Enciende la computadora, verifica el teléfono. El silencio de aquí dentro le causa algo de tristeza. Hay días así. En que nadie asoma las narices ni para saludar, en que se pasa todo el día solo, con la única conversación de sus clientas. Quizá otra vez contrate un asistente, sólo para tener a alguien con quién conversar en estos días. Lo que de veras pesa no es la soledad, sino la sensación de que está envejeciendo. Que sus amigos jóvenes no quieren más estar con él, que sus amigos viejos han empezado a hacer amigos jóvenes, o se han ido de la ciudad, o simplemente, lo han olvidado. Este tiempo, inclemente, irremediable, que parece derretirse como todo lo demás, se vuelve viscoso, insoportable. Se sienta frente a la computadora, y busca las fotos de su viaje a Europa. Aquello sí era mundo, carajo. Mira esos paisajes, esos árboles, esas nubes, esa gente. No hay comparación, y nunca la habrá, siempre se ha preguntado por qué dios, si es que existe, lo hizo nacer en un pueblo insignificante que nunca llegará a su nivel. Ahora ya ha pasado su tiempo. No le queda más que resignarse.

En el mensajero virtual, los de siempre lo saludan medio distraídos. Estarán viendo pornografía o bajando videos de sus bandas favoritas, como nacos que son. Les responde también distraído. Sí, se me hizo tarde, es que no tengo citas, hay días así, no, no me aburro, tengo mucho qué hacer. Suena el teléfono. Mira el reloj. Doce veintisiete. Aún faltan cinco horas para el que será el mejor momento de este día. Alza la bocina, es una mujer, preguntando si hoy tiene libre, Seguro, a la hora que quieras, sí, a las tres, o si quieres llegar antes no hay problema, muy bien, chao. Se asoma por la puerta de vidrio que da a la calle desierta, sólo para ver el cielo brillante y el asfalto caliente. Se recuesta en el sofá del fondo. Y piensa en el amor. En lo que se pudo haber perdido si no le hubiese dado otra oportunidad, en lo mucho que puede cambiar una persona enamorada, y pasar de ser un borracho, flojo y vago, a un hombre de bien, ya con tres meses de ayudante de cocinero, no será el mejor trabajo pero es algo honesto, así hay que empezar, desde cero, sobre todo si antes no había llegado a ningún lado, le da gusto, que lo haya hecho por sí mismo, y se alegra de ser el motor de una transformación tal, ser la inspiración de alguien, compartir sueños, recuerdos, sensaciones...

Se despierta de golpe, ante los insistentes golpes a la puerta de vidrio de la calle. Mira el reloj. Dos cuarenta y dos. Vaya, se ha quedado dormido. Vuelven a tocar. Se levanta, se peina el cabello, se estira, se acomoda la camisa. Tocan de nuevo. Ya voy, ya voy. Al otro lado de la puerta de vidrio, hay una mujer y dos hombres. Debe ser la clienta que habló hace rato. Abre la puerta. Hola, buenas tardes, pasen, pasen que afuera hace mucho calor. Luego que pasan, vuelve a cerrar. Y bueno, qué vas a querer, le dice a la mujer, pero al observar a sus presuntos clientes, se da cuenta que no parecen estar dispuestos a cortarse el cabello. La mujer se ve pálida, sudorosa, y los hombres miran a la calle, nerviosos, uno no tiene ni veinte años, otro ya debe tener unos treinta. El más joven, sin duda, es bastante apuesto. Quizá se han incomodado por las fotografías de los modelos desnudos en las paredes. Bueno, qué esperaban. Mija, qué te hago, insiste Tony. No venimos a eso, le dice ella. Uno de los hombres, el mayor, saca una navaja para afeitar y se la muestra. El dinero, cabrón, dónde lo tienes.

Levanta las manos, para evidenciase indefenso. Cálmense, se los voy a dar. Pasa entre ellos despacio, pero el que trae el arma lo apresura. Ándale, culero, no tenemos todo el día. Tembloroso, Tony les da la espalda y busca el tubo de cartón donde esconde el fondo. Recuerda que lo acaba de depositar en el banco hace tres días, por lo que ahora no hay mucho. Seiscientos pesos, nada más. Es todo lo que tengo aquí, les dice, mientras les entrega los billetes. No mames, cabrón, nada más, le dice el más joven, enojado. La mujer mira hacia afuera, pero a esta hora, la calle está más sola que nunca. Creo que en mi cartera tengo más, les dice, y una vez más, pasa entre ellos, cruza el salón hacia la parte de atrás, busca su mochila junto a la computadora. Sólo trae doscientos, y sus tarjetas de crédito. Tomen, tomen, es todo lo que tengo. Vale madre, dice el más joven, ya güey, vámonos, vámonos. La mujer está dispuesta a irse cuanto antes. Tony sigue con las manos alzadas. Pero el hombre de la navaja, furioso, se acerca a él y lo toma del cuello, por atrás. No, no, por favor, le dice Tony. Las llaves de tu camioneta, pinche puto, dámelas. Tony obedece. Es todo lo que tengo, por favor, es todo. La mujer ya ha abierto la puerta y sale del local, apurada. El de veinte años también, y le dice, Ya, güey, vámonos. Tony cierra los ojos, el hombre no lo suelta, respira agitado, le aprieta el cuello con una mano y con la otra sostiene la navaja cerca de su oreja. No sabe si por los nervios o el terror, Tony cree sentir en el muslo la erección de su captor. Él se da cuenta, le dice, Pinche puto, y le corta el cuello. Tony cae al suelo, desangrándose, y a los pocos minutos, muere sin remedio.

(FIN)