6/4/08

La condena [3 de 3]



[ADVERTENCIA: El siguiente relato contiene escenas sexuales explícitas que pueden herir susceptibilidades]

"Y... ¿cómo has estado?", preguntó Francisco, mientras le traía un vaso con agua a Gabriel. Algo le decía que no era bien recibido. Pero no se explicaba por qué. No le había hecho nada. Había mantenido su distancia todo este tiempo, le dijo, para dejar que sus padres se calmaran. Pero después de tanto esperar, había perdido la paciencia, necesitaba verlo. Acariciar su rostro duro, su cuello suave, su espalda cálida, su piel blanca. No había aguantado más, y venía a convencerlo de que no necesitaba el perdón de Dios. Que lo que habían hecho no era un pecado, que había sido, nada más, amor. Francisco se rió. Enfadado, le dijo, "Eres sólo un niño, ¿qué entiendes del amor?". Y Gabriel no supo qué contestar. Era verdad que era un niño, pero no como los demás, Francisco le había dicho que eso le atraía de él, que no era igual a los demás, que podría pasarse la vida entera abrazándolo, besándolo, haciéndole el amor. ¿Ya se le había olvidado? Fue Gabriel quien se levantó del sofá y fue a sentarse más cerca de Francisco, fue él quien le puso la mano en la entrepierna, mientras Francisco tragaba saliva, fue él quien le dijo, "Hay que hacerlo como despedida", y le bajó la bragueta, pero Francisco, con la sangre fría, le sacó la mano y se cerró el pantalón, diciéndole, nada más, "No, Gabriel. No".

Estuvieron un rato en silencio, escuchando la lluvia, reviviendo, cada uno en su mente, un pasado incómodo y doloroso, producto del azar. Una calentura de Francisco, una ilusión de Gabriel, ¿qué había sido aquello? ¿A dónde se había ido? ¿Regresaría? Gabriel deseaba que sí. Había visto a otros muchachitos gay en estos cuatro meses. Isaac, por ejemplo, un joven de su edad, de cabello chino y con una perforación en el labio, que incluso llegó a obsesionarse por Gabriel; o Luis, uno no tan varonil, con el cabello teñido que no salía mucho de antros... Pero ninguno había sido tan pasional y tan intenso como Francisco. Lo necesitaba. "Mira, Gabriel, ya habíamos quedado que no podía haber nada entre nosotros", le dijo Francisco. "Tú sabes a qué vine, lo siento. No te engañé". Había dejado de llover. Francisco se levantó y abrió la puerta, "Adiós, Gabriel".

Ya sin poder disimular las lágrimas con la lluvia, Gabriel salió del departamento de Francisco y abrió el portón de la calle. Por casualidad, un hombre, unos tres años mayor que él, estaba a punto de tocar uno de los timbres cuando Gabriel salió. "Disculpe", le dijo al hombre, y miró su cara: tenía los ojos negros y los labios gruesos, piel morena y cabello chino. Gabriel no le prestó más atención y salió corriendo, de regreso al metro, con el corazón doliéndole.

(...)

Creía en los ciclos. Gabriel creía que, cuando se quería avanzar y superar una situación que terminaba de forma abrupta, como lo de Francisco, había que cerrar un círculo con un ritual que asemejara el inicio de dicha situación. No sabía donde había leído algo así, pero era su única alternativa para olvidarse del primer hombre de su vida. Así pues, un día que descansó, regresó a aquella sex shop.

Parecía haber pasado mucho tiempo, pero todo estaba igual. Las mismas personas detrás del mostrador, los mismos estantes, las mismas películas, y las mismas tarifas para las cabinas. Se acercó a ellas, algo nervioso, y cuando tomó una para "leer la sinopsis", levantó la vista de forma disimulada, como había hecho cuando notó que Francisco estaba frente a él, pero esta vez, nada más, no había nadie. Francisco no estaba otra vez frente a él, y no iba a sonreirle, ni a guiñarle el ojo, ni a decirle "Chico, que rico...", no iba a meterse con él a la cabina y a quitarse todo, excepto la camisa y la mochila, nunca supo qué guardaba allí. No iba a pasar todo eso porque Francisco, justo ahora, mientras Gabriel lo evocaba con el pensamiento, cómo es la vida, su amado entraba por la puerta de la tienda y se dirigía, sin mirar alrededor, al mostrador, la encargada le daba un tubo de lubricante, él pagaba y sin decir más, se iba.

Tuvo que seguirlo. No iba a quedarse ahí, nada más dejándolo irse. Tenía que intentar algo, hacer un último esfuerzo por revivir en él la nostalgia, los sueños que sólo atacan a los adolescentes, las ansias de vivir algo prohibido, para ambos, para él por sus padres, para Francisco por Dios, ¿quién era más importante? "A mí no me importa Dios, soy ateo", pensaba Gabriel, mientras seguía a Francisco no tan de cerca, lo seguiría así, oculto, sin que lo viera, hasta su casa, una vez ahí, sería improbable que lo rechazara, que lo obligara a volver, a lo mejor, nada más por puro instinto, Francisco le permitiría pasar, le invitaría un vaso de agua, se sentaría a su lado, alzaría las cejas, "¿Qué piensas?", mientras le sonríe, luego su mano, disimulada, iría hacia la entrepierna de él, suave, relajada, y Gabriel, temblando como siempre, le acariciaría el rostro, ese rostro duro, con arrugas, que tanto le excita, y se besarían un rato, no mucho pues Francisco es impaciente, cerraría las cortinas para evitar a los vecinos fisgones, se quitaría la camisa, en algún lugar de esta casa guarda su preciada y misteriosa mochila negra, enorme, luego el pantalón, y obligaría a Gabriel de una forma no tan sutil (poniéndole el pene en la cara y empujando en su boca) a practicarle una felación que se prolongaría un rato, hasta que se fueran a la cama, todavía terminando de desnudarse, y Gabriel se le subiera encima, le pusiera el condón, usara saliva como lubricante y se pusieran a brincar, a cambiar de posición, una y otra vez hasta que las piernas le dolieran, entonces le diría a Francisco, "Ya", y Francisco se quitaría el condón para eyacularle en la cara.

Pero cuando llegaron a la estación del metro, Gabriel vio cómo Francisco se encontraba con alguien, alguien que lo estaba esperando ahí, sentado afuera, un hombre moreno, de ojos negros y con labios gruesos, el mismo hombre que había llegado a casa de Francisco el día de la despedida, el que estaba a punto de tocar su timbre cuando él salió, y le dejó la puerta para que pasara, y pasó, y tocó la puerta del departamento de Francisco, y éste antes se asomó por la ventana, y cuando vio que no era Gabriel, una sonrisa se dibujó en su rostro y abrió, radiante, "Llegas tarde, como siempre, chico", le dijo, y apenas cerró la puerta tras de él, lo empezó a besar, apasionado, ya había cerrado las cortinas, se lo llevó a la cama, a tropezones mientras se deshacían de sus estorbosas prendas. Y Gabriel, al verlos juntos, al verlos irse juntos, al ver su sonrisa cómplice, al verlo alzarle así las cejas, guiñarle así el ojo, hablarle con esa ternura, tal y como lo hacía con él, comprendió la verdadera razón de por qué lo suyo era imposible, y entendió que Francisco no quería el perdón, sino la condena. La condena para quienes lo amaran.

Se fue a su casa contento. Porque tarde o temprano, aquel hombre moreno, de labios gruesos y ojos negros, iba a sufrir como él, a llorar como él, a seguirlo y descubrirlo con otro jovencito ingenuo, porque era imposible no enamorarse de alguien como Francisco, de sus ojos claros y brillantes, de su cara dura con arrugas, de su bigote perfecto, y de los misterios en su mochila.

(FIN)

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