26/9/07

Antropología




"La atracción de lo extraño y distante ejerce una influencia peculiar en los que están descontentos de sí mismos o que no se sienten agusto en su propia sociedad"

-Clyde Kluckhohn

11/9/07

Los profetas (parte dos)


Subieron las escaleras hasta el tercer piso. Julia se detuvo en el rellano, sacó de su diminuto bolsillo una único llave, y abrió la puerta. Entró, y luego le hizo señas al vagabundo para que entrara también y no hiciera ruido. Seguro su madre ya estaba despierta, pero no quería que se espantara con aquella ocurrencia suya. Y es que estaba convencida de que la idea había sido una iluminación súbita, por eso su madre tendría que comprenderla. Le murmuró al vago, Siéntate, pero éste no hizo caso, no parecía estar poniendo mucha atención en lo que estaba pasando, con los ojos fijos en las caderas bamboleantes de Julia. A pesar de ser una cuarentona, poseía una buena figura, con el busto erguido y las caderas anchas, su rostro limpio y delicado, era bonita, no vamos a negarlo. Llamó a su madre con sigilo, como una niña que sabe que hizo una travesura y está dispuesta a confesarlo todo. Le parecía que el tiempo había avanzado demasiado rápido, pues el sol ya estaba alto. Hacía un calor infernal, se quitó el chal y lo dejó por ahí. Los aviones sobrevolaban la ciudad. Nunca se sabía si eran los propios o los del enemigo, pero ya se habían acostumbrado. Además, sólo por las noches bombardeaban. El televisor de la recámara estaba prendido, pero no había señal, como siempre. Vio la cabeza de su madre, le daba la espalda en la mecedora. Pero no se mecía. Parecía mirar el televisor atenta, esperando algo. Ya había pasado antes, que la madre encendía el televisor, y esperaba, luego, de pronto, gritaba, Viste, pero Julia nunca veía nada. Ya estaba vieja, su pobrecita madre. Y un día tenía que suceder. Pasó justo a tiempo.
Sus ojos bien cerrados. Sus manos sobre el regazo. El rostro tranquilo, como si estuviese en un sueño profundo. Quizá la estuvo esperando. Quizá sospechó lo que iba a pasar aquella tarde, y decidió irse antes. Julia dejó escapar unas pocas lágrimas antes de echarse a la cama y llorar un largo rato, en silencio. Se había quedado sola. Presenciaría el fin del mundo sin nadie con ella, sin haber hecho tantas cosas, como casarse, comer helado o ponerse una tanga. No haber hecho todo eso no le importaba mientras tuviera a su madre, pero ahora ella no estaba. No se dio cuenta del tiempo, pero dejó de llorar cuando ya los ojos le ardían y las rodillas se le habían entumecido. Se quedó recostada, deseando que llegara la tarde y que el mundo se acabara de una vez por todas, para no tener que pasar aquel dolor.
En ese momento sintió una mano dura y áspera sobre su gluteo, acariciando despacio. Luego la otra mano, en el otro gluteo. Al principio se espantó, pero la sensación era tan agradable que no hizo nada para detenerlo. El profeta callejero se había metido a hurtadillas a la habitación. Julia se dio la vuelta para verlo, y descubrió que ya llevaba los pantalones abajo, todavía con su erección y el pene babeando lubricante. Jamás había visto una cosa así. Sintió más calor, y de golpe comprendió todo otra vez. Por qué lo había encontrado justo hoy. Por qué lo había llevado a su casa. Por qué su madre había muerto antes de que llegara. Tomó al vagabundo de las muñecas y lo jaló hacia ella. Lo llenó de besos, desesperados y violentos, que sabían a mugre y a sudor. El vagabundo no hacía más que mover la cabeza de un lado a otro y abrir y cerrar la boca. Pronto ambos se despojaron de sus ropas y comenzaron a acariciarse. Julia había escuchado que, si no quería embarazarse o enfermarse, debía usar condón. Pero mierda, con el fin del mundo a unas cuantas horas, no iba a volver a vestirse para salir a comprar un maldito condón. Había que aprovechar el momento. Acostó al vago de espaldas y se le subió encima. Casi de inmediato sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, cerró los ojos y un cosquilleo insoportable la invadió. Pero no se detuvo. Al contrario, siguió hasta que la sensación, la mejor que había experimentado, se repitió. Y así una y otra vez.
No le cabía duda en aquel momento, dios era sabio. Se paró y tomó al vago de la mano, para llevarlo al baño y limpiarlo, porque el sabor de la mugre en un principio no le importó, pero ya le empezaba a parecer repugnante. Iban por el pasillo de la recámara cuando oyeron las primeras explosiones. Los aviones parecían volar a dos centímetros de sus cabezas. Las sirenas de alarma sonaron por toda la ciudad, y los gritos de la gente inundaron el aire. No alcanzaron a llegar al baño, pero antes de que el fuego arrasara también con ellos, Julia abrazó al vagabundo y apretó sus labios contra los suyos, congelando ese último beso en el final de los tiempos.

(FIN)

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[Primera parte]

8/9/07

Los profetas (parte uno)


Era una suerte que se supiera la misa de memoria, porque aquella mañana no había podido concentrarse. No escuchó ni una palabra de lo que dijo el padre, pero se ponía de pie en el momento adecuado, se persignaba cuando había que hacerlo, y se daba los habituales golpes de pecho como la más arrepentida de las pecadoras, pero su mente no estaba ahí, en la iglesia. Se había quedado, su mente, en la cama, entre las almohadas, ya a esta hora lisas y en su lugar, encima de la cama impecable. La razón, simple: su pesadilla. Era la misma pesadilla de siempre. Pero ahora, de alguna manera, ya no era igual. Ahora la sentía más como una premonición, un aviso, o un anuncio de lo inmediato. Ya no sentía que faltara mucho tiempo. Esa misma tarde, quizá, se acabaría el mundo.
Su madre le dijo toda la vida, Julia, te vas a volver loca si crees en todo lo que sueñas. Por eso la niña Julia había terminado convencida de que, a pesar de soñar lo mismo todas las noches, no debía creer que algún día se volvería realidad. El fuego, la sangre y la muerte en sus sueños ya no la afectaban, y vivía su vida como cualquier mujer decente debía vivirla, a sus 37 años. Tenía su casita en un edificio humilde, cuidaba de su madre, pues como la hija menor le correspondía hacerlo hasta su muerte, no hablaba con los hombres, ni pensarlo, iba al mercado cada tres días, preparaba el desayuno, la comida y la cena, y acudía a misa a rezar por la salvación del alma de su madre y de la suya propia. Su hermano mayor, el ingeniero, las mantenía, como debía hacerlo por ser el único hombre de la familia. No era muy bueno su hermano. Ya la había amenazado: nomás se muere nuestra madre, Julia, y te vas a tener que poner a trabajar, no voy a mantener viejas güevonas. Julia pensaba en esto cuando terminó la misa, y sonrió. Ni va a tener que preocuparse, pensó, porque el mundo no va a durar hasta que se muera mi mamá.
No iba a comentarlo con nadie. Imagínate, ir diciendo por ahí que soñó que el mundo se iba a acabar por la tarde, ni pensarlo. O creerían que está loca, o enloquecerían ellos. Pero, ¿y si dios la responsabilizaba por no decir nada? ¿Qué tal si, en las puertas del cielo, dios la detenía en seco y le decía que no podía entrar porque no había cumplido con su misión? Patrañas, dios elegía a gente mejor preparada y con muchos más sesos para sus misiones. Además, sería su culpa, por no haber sido claro. Ella sólo soñó que el mundo se acababa, no que debía pregonarlo por el mundo para que la gente se preparara. Iba doblando en la esquina cuando lo vio. Era alto, moreno, con la barba crecida y los ojos vacíos, andrajoso y pestilente. Con una campana medio oxidada trataba de llamar la atención, y cuando se percataba que la gente volteaba a verlo, les decía, con toda la determinación que su euforia le permitía, ¡El fin está cerca! ¡Muy cerca! Julia se le quedó mirando, asombrada. Y el profeta incomprendido también la miró, pero cuando captó sus ojos, dejó caer la campana de su mano, y se quedó petrificado, observándola. Julia sabía. Sabía que él sabía. Jamás lo había visto, pero lo reconoció de inmediato, creyó que así funcionaban los designios de dios. ¿Qué haría con él, ahora que lo había encontrado? Ni siquiera sabía que tenía que encontrarlo, pero ahora que estaba frente a él, y que él se había detenido frente a ella, todo le resultaba bastante claro. La pregunta ahora era Para qué. Y el problema era que faltaba poco tiempo.
Se acercó con cuidado, como si el hombre pudiera lanzarse contra ella y morderle el cuello en cualquier momento. Pero él no hizo movimiento alguno, se quedó inmóvil, esperándola, y cuando la tuvo a un palmo, siguió sin hacer nada. Julia lo miró de arriba a abajo. Su olor era insoportable. Le faltaba un diente. El bigote y la barba crecían, desordenados, bajo sus propias reglas, y no llevaba ropa interior, a juzgar por la notable erección del hombre. Aquello podía ser una señal, porque Julia notó enseguida que la erección del hombre, torcida a la derecha, señalaba en dirección a su casa. Lo tomó de la mano, y dirigiéndolo con cuidado, se lo llevó todo el camino hasta su casa. Pasaron por ahí unas mujeres de la iglesia y la saludaron. Cuando estuvieron fuera del alcance del oído de Julia, murmuraron, Mira la muchacha, que alma tan bondadosa, recogiendo locos. El hombre no habló más en todo el camino. Julia se cubría la cabeza del sol con su chal, y caminaba despacio, para no espantar al profeta callejero. Tenía ganas de preguntarle cosas, de compartirle sus sueños, de decirle, Somos iguales, pero no dijo nada. Sólo caminaron en silencio, todo el tramo, hasta el edificio donde vivían Julia y su madre.

(CONTINÚA)

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[Segunda parte]

6/9/07

Que bonita boda (segunda parte)




2. El novio.

Hizo todo de forma mecánica. Le pidió a José Luis el video de su boda, y lo vio una y otra vez, hasta que aprendió los pasos que un buen novio debía ejecutar. Desde el Sí acepto, hasta el brindis al llegar a la recepción. Y vio que a partir de ahí, ya no era necesario. Que Diana se divirtiera con su fiesta, él casi no había invitado a nadie, a algunos socios nada más, y claro, a Emanuel. Su madre se había encargado de darle clase a la fiesta, según sus propias palabras, porque si por Diana fuera, hubiese invitado a todo el rancho. Por fortuna le restringieron las invitaciones, y la boda fue una mezcla de fiesta popular con distinguido coctel. A Raúl poco, o nada, le importaba aquel asunto. Le gustaba consentir a Diana, porque veía que se ponía contenta cuando le compraba algo, o cuando le daba dinero, cuando la llevaba a algún lado. Y le gustaba verla feliz, bueno, por algo la había elegido a ella. Además, tenían una especie de pacto secreto. Él sabía que Diana sospechaba algo, que intuía algo, justo como su madre, pero con su madre no tenía pacto alguno, sino una guerra. Ella misma se encargó de que la invitación no llegara a manos de Emanuel. Pero sus intentos fueron vanos, porque a pesar de todo, Emanuel vino. Raúl lo vio en cuanto llegaron. Estaba en la última fila, con su mirada melancólica, con un traje elegante, negro, y sus ojos brillantes. Había llegado a pensar que no vendría. Que su furia había sido tanta, que se alejaría para siempre, que había cumplido sus amenazas, sin importarle lo que le juraba Raúl, una y otra vez, A ti te amo, sólo a ti.

Fue duro para el pobre muchacho. Se había ilusionado tanto. Raúl lo mantenía al margen de su vida pública, lo escondía como a su más preciado tesoro. Iba por él a la escuela, en su coche menos lujoso, para no llamar la atención, y lo llevaba a algún mirador, al estacionamiento de un centro comercial, al principio, después empezaron a ir al motel más seguro del mundo gracias al dinero todopoderoso. Emanuel no entendía la razón del clandestinaje. A él le parecía tan natural. En la escuela podía ver a las parejas de hombres echados en el pasto, sonrientes y amorosos, o a las muchachas besándose, y creía que el temor de Raúl era por su edad. Siempre le decía que no tenía nada de malo. Que nunca se era demasiado grande como para empezar a ser auténtico. Una tarde le explicó todo. Su pasado, su vida pública, sus relaciones multimillonarias que, de fracasar, llevarían a la quiebra no sólo a su familia, sino a muchas otras que trabajaban en sus empresas. Que debía mantener las apariencias, porque a los socios no les gustaban los escándalos. Por eso, le dijo, voy a casarme con una mujer. Lloró por horas Emanuel, herido y destrozado, pero incapaz de asesinar el amor que ya sentía. Raúl le había dado alternativas que parecían sacadas de novelas de ciencia ficción, fingir su muerte y escapar, por ejemplo, o llevárselo con él a todas partes, aparentando ser su asesor, o su sobrino. La sola relación de ellos dos era riesgosa. La madre de Raúl lo sabía, por eso había insistido tanto en la boda.

Y a pesar del dolor, a pesar del incierto futuro, Emanuel acudió. Encontró a Raúl en medio del jardín, lo tomó de la mano y sin decir una palabra, sin hacer promesas que tal vez no se habrían de cumplir, se dispuso a disfrutar aquello mientras durara. Ni los millones de dólares, ni los socios internacionales, ni la esposa interesada podrían acabar jamás con el inmenso amor que se tenían, eso lo sabían muy bien los dos. Se fueron a un baño privado, que Raúl había rentado y que era independiente al del salón, y ahí se desnudaron, a prisa, con furia casi, y a lo lejos se escuchaba la fiesta, en su máximo esplendor, y al animador gritando, Ahora que pase el novio a la pista, y a alguien diciendo, Está en el baño.

(FIN)

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[Primera parte]

3/9/07

Que bonita boda (primera parte)



1. La novia

El salón está a reventar. Todos los que fueron invitados, vinieron, todos los asientos están ocupados, y además, hay gente en la pista, bailando, conversando, tomándose una cerveza. La boda ha sido un éxito, los fotógrafos no se dan abasto con las personalidades que aparecen, inesperadas, en el cuadro, y las luces de los flashes parecen ir acordes con el ritmo de la música. Vaya, hasta hay gente alrededor de la piscina, quién sabe si con intenciones de meterse, de refrescarse un poco, a nadie se le avisó que podían traer traje de baño, por eso, asumen, tampoco se puede uno meter al agua. Qué importa, hay trago, música, y muchos, muchos solteros. Ella va de un lado a otro, saludando a quienes conoce, siendo interceptada también por los que no conoce, quienes la felicitan, le dicen, Que bonita quedaste, que bonitas las mesas, que rica la cena, todo perfecto, muy bonita boda, cásate más seguido. Le duelen las mejillas de tanto sonreír. Va de un lado a otro, a veces por su propio pie, a veces guiada por la mano de su hermana que le quiere presentar al novio de Anastasia, o la trae de la mano la nuera para que conozca a la tía que vino de Calcuta, qué andaba haciendo por allá, sólo ella sabrá, a Diana no le importa, no pregunta, lo único que dice es Gracias por venir, gracias por venir, luego la llevan, el animador del grupo musical invita a la novia al centro de la pista, Que pase la novia, y Diana, fascinada, extasiada, a punto de reventar de tanta y tanta felicidad que se le sale por todos los poros, pasa, y baila, a su alrededor todos aplauden, y el animador vuelve a intervenir, Ahora que pase el novio a la pista, se escuchan más gritos, chiflidos invitando al novio para que baile también, pero el novio no aparece, no está, nadie sabe dónde anda, No está, pregunta el animador, alguien grita, Está en el baño, la carcajada es general. Diana sabe que a Raúl no le gusta bailar, que no le gustan las fiestas, que no le gustan las multitudes, y que el pobre aceptó pagar la boda a pesar de todo, tanto ha de amarla.
Logra escaparse de las manos y las voces que la llaman. Está exhausta. Se sienta en una jardinera, el vestido pesa como no se imaginó jamás, muere de calor, le pide a un mesero una cerveza. Consigue borrar por un instante la sonrisa de su rostro, y sus músculos faciales toman un respiro. Que bonita boda. Hasta ahora no había pensado, si era una buena decisión, si no se habría precipitado. Casi no conocía a Raúl. Fue su secretaria un tiempo, hasta que de pronto, sin siquiera saber su nombre, se le acercó con timidez un día, y la invitó a cenar. Ella aceptó, gustosa, pues desde que lo vio le pareció atractivo. Quién sabe si por sus finas facciones o por sus múltiples cuentas de banco, con muchos ceros, heredadas por el magnate que había sido su padre. Y a pesar de que era él quien la llevaba, que al cine, que al teatro, que al restaurante más caro de la ciudad, que a la fiesta más privada, siempre parecía que era ella la que lo estaba cortejando. La que le buscaba los ojos para darle un beso, la que le tomaba la mano o le proponía un tema de conversación. Él nunca hablaba de asuntos personales. Debía ser Diana la que intuyera que estaba preocupado, enojado o triste, y entonces se encargaba de consolarlo. Le tomó un cariño muy maternal, que jamás se transformó, ni se transformaría, en amor. Pensó en esto cuando Raúl le propuso matrimonio, con su frialdad e impersonalidad características. Creía que, como en los cuentos de hadas, un día llegaría un valeroso caballero a resolverle la vida, a llenarla de pasión y de caricias, aspecto en el que por cierto era Raúl muy torpe y brusco, y sería ella la mimada, la consentida, la princesa. Qué importaba. El dinero podía comprar mucha felicidad.

[Continúa]

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[Segunda parte]