29/7/07

Más descalza



Su hermano le decía que no fuera, que no necesitaba su ayuda, pero a Xóchitl le gustaba ir a la fuente, aunque fuera lejos, aunque tuviera que cargar de regreso la pesada cubetita que le daban, y no tanto por el recorrido, fúnebre y deprimente, sino por sentirse útil para la casa. Habían sucedido emergencias en que, de no ser por su cubetita, quién sabe qué hubiera pasado. Arde la tierra bajo sus pies desnudos, y el sol encima de sus cabellos negros. El aire caliente la obliga a entrecerrar los ojos, los pasos largos de su hermano, quien dará unas cinco vueltas de la casa a la fuente para llenar los tambos que necesitan el día de hoy, la hacen apresurarse. Mira el suelo atenta, no quiere volver a enterrarse un vidrio, o un clavo que le atraviese el pie, como dicen que le pasó a Martín, por ir distraído.
Llegan por fin a la fuente, en el centro del pueblecito, y descubren una algarabía inusual. Hay un camión muy grande, hay un sujeto gordo, pelón, tétrico, vestido todo él de blanco, bailando una música estridente que sale de la caja del camión, y la gente se arremolina a su alrededor, gritando desesperados, alzando las manos, unos tratando de salir, otros tratando de entrar. Xóchitl no puede evitar sentir curiosidad, su hermano menos, estira el cuello, pero no puede más que ver que están regalando algo. Ha pasado antes, que viene reporteros de la televisión y les regalan despensas, o que viene gente común y corriente, güeros, altos, de ojos azules, y les regalan cobijas y ropas. Le dice su hermano a Xóchitl, Ándale niña, ve, asómate a ver qué están regalando. Le quita la cubetita de la mano y la empuja hacia la multitud. Ella tiene miedo, no le gusta la gente, luego la pisan, la golpean. Pero bueno. Tal vez su hermano esté en lo correcto y estén regalando costales de arroz y frijol, y puedan comer bien, al menos hoy.
Su diminuto cuerpecito se abre paso con facilidad por entre las faldas de las mujeres y antes de lo que cree ya llegó hasta el gordo de blanco. Ya viéndolo cerca descubre que no es un hombre, o bueno, sí es, nada más que trae un disfraz puesto, porque no puede haber un hombre tan bizarro. Sus ojos pequeñísimos, negros como escarabajos, y su bigote retorcido, y su sonrisa perpetua, son abominables. No sabe cómo, pero Xóchitl está segura que la mira. El gordo le estira la mano, la niña, temerosa, le ofrece la suya, el gordo la jala y la carga, algo grita un tipo detrás de ellos a la multitud que empieza a aplaudir, algunos gritan Gracias, gracias, otros chiflan, entonces Xóchitl vuelve a ser depositada en el suelo, mientras el gordo le da una caja de cartón, le sacude los cabellos y sigue bailando. Hace un esfuerzo por salir, que por cierto es mucho más difícil que entrar, y afuera de la multitud la espera otro sujeto, también de blanco, pero sin disfraz, que le dice, Niña, sonríe, sonríe. Ella obedece, creyendo que si no lo hace le quitarán su caja, hasta el momento ni se ha enterado qué es, sólo sospecha, por el peso y el tamaño, que pueden ser unos zapatos, dibuja en su cara una sonrisita tímida, el sujeto saca una foto con su cámara, y se va, sin prestarle mayor atención.
Xóchitl llega hasta su hermano corriendo. A ver, qué te dieron, a ver. La niña sabe que no es algo grande, porque la caja no pesa, pero no importa, todo lo que sea gratis, es bien recibido. Le da la vuelta a la caja, que por el otro lado es transparente, y descubre con tristeza una mujer, de esas rubias, pálidas, flacas, pero tan pequeña, que cabe en la caja. Es del tamaño de su muñeca de trapo, pero esta es como una estatua, dura y toda pintada. Puta madre, una mona, dice su hermano. Xóchitl también luce desencantada. Pues ni modos, le dice su hermano, tírala por ahí, y vámonos que ya se hizo tarde. Xóchitl avienta la caja de cartón, todavía sin abrir, al suelo, recupera su cubetita y se van a la fuente. Mientras camina, siente más la tierra caliente, las piedras molestas, se siente más descalza todavía, porque ya se había imaginado la suavidad de sus primeros zapatos en los pies.

(FIN)

22/7/07

Los esclavos



Suena la alarma de su reloj de pulso cuando la telenovela está mejor. Rebeca la apaga y se dice a sí misma, Ahorita voy, ahorita que pase un comercial. Deja pasar tres minutos más, tan pequeño tiempo no puede traer mayores consecuencias. Y es que le han revelado a Isabel Cecilia que Rubén Alberto es su verdadero hijo, no Armando Manuel. Ay no, ya se terminó, piensa, cuando ve correr la cortinilla de los créditos finales en la mitad de la pantalla, mientras en la otra el titular del noticiero estelar da un avance de los acontecimientos que según ellos conmovieron al día. Rebeca se levanta a toda prisa. Saca del tocador las ampolletas de su madre, y descubre con horror, que sólo le queda una. Y ahora no están para comprar más, tan caras que son. Tendrá que consultarlo con Ernesto, ahorita que llegue. Mientras prepara la jeringa, el algodón, el vaso de agua que debe tomar su madre para tranquilizarse después del inmenso dolor que le provoca aquello. Toca a la puerta, como siempre. A lo lejos, se escuchan las preliminares del partido de futbol de esta noche, juega la selección. Fernandito corre desde el patio, no se quiere perder el juego. Hasta Nancy, la pobre, deja a un lado su libro con la tarea y se hipnotiza con la pantalla brillante. No tarda en llegar Ernesto.
Saluda a su madre como si fuera una enfermera y no su hija, de una manera impersonal y áspera. Cómo está, mamá, le pregunta, y la mamá ni siquiera puede responder. Apenas se oye un desganado Bien, hija, y nada más. Le lleva sus dos pastillas en una charolita y la inyección ya preparada. Doña Isabel trata de erguirse un poco, mas le es imposible. Está más débil que otros días, ya no consigue ni mantener los ojos abiertos. Rebeca introduce la aguja en el catete del suero, y la incorporación del pesado líquido en sus venas la hacen fruncir el ceño, emitir un gemido inaudible, apretar el otro puño. Pero ya, todo termina pronto. Rebeca le acerca el vaso de agua a los labios, le dice, Duérmase ya, eh, y sale de la recámara. A ella tampoco le gusta perderse las preliminares.
Con la respiración agitada y el cabello mojado, porque afuera llueve, llega Ernesto haciendo un escándalo. Ya empezó, ya empezó, le pregunta a Fernandito, quien le contesta, entusiasmado, No papá, apenas están los comentaristas, y lo empuja hacia un extremo del sofá. Es lógico que el jefe de la casa tome el lugar del centro, del que mejor se ve la pantalla plana, recién adquirida, de 32 pulgadas y sonido envolvente. Cuando la trajeron, Rebeca pensó que era la mejor televisión que había en el mundo. Y debía ser, por lo que le costó a Ernesto, quien después de un año, no llevaba ni la mitad de la cuenta pagada. Eso era malo, porque ya habían amenazado con embargar si no se liquidaban los retrasos. Sería terrible. Habían por fin conseguido el dinero, casi por milagro, Rebeca tuvo que lavar y planchar ajeno todo el mes, montañas de ropa por toda la casa que le dejaron las manos destrozadas. Ernesto dobló turnos en el microbús, y daba sus vueltas a toda velocidad, incluso se salía de la ruta para tomar atajos, pero, entre más vueltas daba, más le pagaban. Hasta Fernandito y Nancy elaboraron una rifa falsa de un juego de video en la escuela, donde ganó el primo inexistente de la amiguita de Nancy. Pero no se había acordado de las medicinas de su mamá.
Le había advertido el médico que las dosis de su madre eran indispensables, que la falta, incluso el retraso, de una sola, le podría causar agravamientos mortales. No le había dado mucha esperanza. Le confirmaba en cada consulta el retroceso de su estado, le aconsejaba que fuera preparándose, porque los gastos del funeral son fuertes y más que indispensables, y que la necesidad de féretro, fosa y papeleo podía surgir en cualquier momento, uno de estos días. Pero ahora no quería pensar en eso. El partido había comenzado, la cena estaba caliente y Ernesto hambriento. Le puso una de las mesitas que tenían para comer en la sala, le sirvió el caldo y el guisado juntos, para que cupieran en el plato, y un enorme vaso de cocacola. Ernesto, eufórico, no despegaba los ojos ni un segundo del televisor, metía la cuchara en el plato sin voltear a verlo, y gritaba cuando la selección se acercaba a la portería contraría, regando comida por todo el suelo. Fernandito, a su lado, estaba contagiado por su fervor, ni siquiera entendía muy bien lo que era el futbol, sólo sabía que quien metiera más goles, ganaba, que eran los mismos conocimientos que su madre tenía del dicho deporte. Nancy, desde la mesa y con el lápiz todavía en la mano, seguro le faltaba muchísima tarea, tampoco podía voltear la cara, lo ideal hubiera sido que se retirara a su recámara, sin televisión, cerrara la puerta y se concentrara. Pero Rebeca, piadosa como siempre, le preguntó, Te falta mucho, mija, y la hija, Algo. Rebeca sonrió y la invitó, Vente, 'orita terminas eso. La niña saltó de la silla y se fue a sentar al lado de su papá, con una sonrisa de oreja a oreja.
Eso le gustaba de la televisión, que unía a la familia. Aunque fuese sólo por las noches, todos se reunían en la sala a ver el partido, un programa de comedia, uno de concursos, lo que sea, aquel aparato tenía el mágico don de unificar lo fragmentado, de conciliar lo alterado, de juntarlos y hacerlos felices como la bonita familia que eran. Aunque después, ya apagado el aparato, Fernandito siguiera con su mutismo inalterable y con su incapacidad para hacer amigos, Nancy volviera a la triste realidad de la escuela y su falta de talento para ella, y la inminente posibilidad de tener que repetir, una vez más, el cuarto año; Ernesto siguiera pensando en las deudas por montones y en las cuentas por pagar, además de mantener también a su amante y a su otro hijo, recién nacido, con el salario miserable de un microbusero, y Rebeca continuara angustiada por las sospechas, por vivir encerrada en esas cuatro paredes sin poder salir nunca, esperando paciente a que todos llegaran, de la escuela o del trabajo, para unirse en torno de su amo, de quien dependía su felicidad y su armonía. Estaba decidido. Mañana iría a dar el abono de la televisión. Las medicinas de su madre podían esperar, digamos, hasta el siguiente mes.

(FIN)

15/7/07

No se olvida



Dos marchas, un mitin en plaza pública, una reunión con ejidatarios, una asamblea nacional, un par de volanteos, y muchas sesiones ordinarias y extraordinarias del comité. De eso se conforma mi historial como revolucionario. He hecho tan poco.
Mis días consisten, o al menos los últimos, en levantarme de la cama, vestirme, sentarme a escribir, cambiarme, desayunar/comer, tomar el metro, leer la biografía del Che, trabajar diez horas rodeado de gente que pertenece a un grupo social que una vez admiré, por su lucha y su actividad política, pero ahora, al contactarlos, al conocerlos, me he dado cuenta que la mayoría son vacíos, secos del cerebro, faltos de ideas propias, preocupados por banalidades, sin saber ni apreciar, ni practicar, dicho sea de paso, lo que sus dirigentes una vez lograron, y haciendo todo lo contrario a lo que intentaron predicar, discriminando, haciendo a un lado, ignorando a otros grupos minoritarios. Prosiguiendo con mi rutina: termino de trabajar como a las 10 y media u once, me dirijo otra vez al metro, otra vez leo la vida del Che, llego a mi casa, como/ceno, leo El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Cervantes -unas tres o cuatro páginas por sesión-, o si no toco la guitarra para no perder la práctica, no me da tiempo de hacer las dos, y me acuesto en la cama, dispuesto a empaparme de amor para dormir tranquilo. Los días de descanso salimos, vamos a algún museo, a la cineteca, visitamos a alguien, compramos la despensa, ese es el único que varía. Si no aprovecho, al menos vivo 15 ó 16 horas al día. Todavía duermo bien.
Pero siento la angustia ahogándome. Siento la necesidad imperiosa de utilizar mi tiempo en lo que antes lo usaba, en lo que antes agotaba mis energías, físicas, intelectuales y monetarias. Todos los días recuerdo que este país, esta sociedad está condenada a cambiar para no perecer. Cada día veo la injusticia, le desigualdad, la ignorancia, la pobreza extrema, y la rabia me invade. No estoy al día con lo que pasa en el mundo, mis actualizaciones se limitan a las primeras planas que leo en los puestos de periódicos, y la mayoría consisten en "¡Mató a la nuera!" o "¡Partido en dos!", pero sé que las cosas no pueden andar bien, porque no se ve en las calles. Porque la política sigue siendo, como siempre, un ranking de popularidad, porque, por más bonita y moderna que se vea la ciudad, no significa que haya un avance o un progreso. Acá, en los lados feos, todo está igual, los desempleados siguen sin empleo, los desnutridos siguen sin comer, los analfabetos siguen sin ir a la escuela. Eso es lo que más me preocupa, la educación. Estoy convencido que un proceso revolucionario no puede llevarse a cabo sin la participación popular, y ésta no puede accionarse sino en personas con un nivel de educación medio. Con gente que sepa un poquito de economía, de política, de sociología. Y me gustaría hacer eso, en mis ratos libres -que son de por sí pocos-, participar en campañas voluntarias de educación, y hacer algo por mi país.
No me siento patriota. No siento que este sea un país que yo deba defender con la vida, pero sí lo haría por las personas. Ellas no son las culpables de su ignorancia, sino este sistema horrible, esta tríada gobierno-iglesia-medios de comunicación, esos son los que chingan la nación. Más los últimos, embobando, durmiendo conciencias, volviéndolos adictos a dramas insensibles, a juegos sin motivo, a noticias que desinforman. Sé que cuando entre a la UAM podré sumarme a algún grupito de rebeldes que encuentre por ahí, que sí los hay, y organizarme con ellos para armar un documental sobre la pobre educación de los mexicanos, o una jornada de educación, o un taller de lectura y redacción... Tantas cosas. Por eso no puedo esperar para entrar a la escuela. Por eso, y porque estoy ávido de aprender acerca del hombre y sus sociedades. Pero ya cada día falta menos, ese es mi único consuelo.

"Si mi sangre pide, mi sangre le doy/ por los habitantes de nuestra nación"

3/7/07

Los días que le queden



Guadalupe Pérez llega todos los días a las 6 de la tarde a la misma esquina transitada del centro de la ciudad. Viste siempre su chal morado, su falda blanca, amplia, sus lentes gruesos, sus zapatos negros cerrados y viejos. Trae consigo el vasito de plástico blanco, una bolsa misteriosa de nylon, y su bastón para caminar. Se coloca en el lugar exacto, y sin decir una palabra, deja la bolsa de nylon entre sus pies, se recarga en su bastón, y sosteniendo el vasito de plástico, estira el brazo. Y ya, a esperar. Trata de dirigir, junto con sus ojos casi cerrados, el vasito hacia los transeúntes, que pasan, pasan y pasan, la mayoría sin voltearla a ver siquiera, como si no existiera, como si fuera parte de la decoración de la ciudad, otra vez infestada de vagabundos, de limosneros, de parásitos sociales, según muchos, porque impera la ley del sálvese quien pueda, hagan lo que quieran para no morir de hambre, todo se vale. Algunos deciden robar, no sólo los bolsos de las damas en las calles, sino mediante fraudes a socios bien intencionados, o jugando con las finanzas de la compañía; otros, prefieren comerciar con objetos insólitos, dijes de la santa Muerte, calcetines para el frío o para el calor, películas para adultos que no sólo venden a adultos, sino a quien pueda pagarlas. Guadalupe Pérez no puede hacer nada de eso. Tiene órdenes precisas de no invertir. Una vez sugirió comprar una cajita de chicles, en uno de sus extraños momentos de lucidez, y subirse al metro, como lo hacían su comadre Petra, pero no, la mafia era enorme, y un gasto en eso es, dice su hijo, un desperdicio de dinero. A su edad, que ya ni ella misma recuerda, se le ha vuelto muy difícil ver de noche. Está atenta a las sombras que le pasan por enfrente, y al sonido que hace la moneda al caer al fondo del vaso, que jamás se llena. Apenas cae una, y Guadalupe le da la vuelta al vaso, para que la moneda caiga en su mano, y se la echa en el bolsillo. La mayoría son monedas pequeñas, es muy rara la vez que caen cinco o diez pesos, pero pasa todas las noches. La bondad de la gente, la necesidad de ayudar, es quizá el remordimiento de la conciencia, de saber que todos los días viven envueltos en la corrupción y la explotación, y que no mueven un dedo para remediarlo, al menos ayudo a la ancianita, pobrecita, ha de estar muerta de frío. Y de hambre. Pero no. Guadalupe Pérez no siente frío, ni hambre. Su estómago se ha reducido, su piel ya no es sensible al clima externo, ya nunca tiene frío ni calor. Un pan con café por la mañana, y un plato de sopa en la tarde, son suficientes para calmar las tripas todo el día. Ya se va haciendo tarde. Pasa casi cinco horas en la misma posición, sin decir palabra, alternando el vasito y el bastón de un brazo a otro, para no cansarse tanto. Está a punto de irse, cuando una mujer se detiene frente a ella, en ocasiones sucede, que le intenten decir algo, que la noten ahí parada y que descubran una persona de carne y hueso. Buenas noches, señora, cómo está. Guadalupe Pérez siempre hace lo mismo cuando esto sucede: se queda quieta, callada, con la mirada perdida. Sin embargo, la mujer no espera respuesta, está abriendo su cartera, saca un billete, lo mete en el vasito y le dice Ya váyase a su casa. Descanse unos días. Y desaparece. Es un billete de quinientos. Ella lo sabe porque de estos sólo le han dado tres veces, contando la de hoy. Se detiene en las escaleras del metro, saca el billete de su mandil y abre la bolsa de nylon, busca un viejo trapo, sucio y roto, lo desenvuelve y mete el billete, juntándolo con los otros que ahí guarda. No hay tiempo para contarlo, mejor será llegar a la casa ya. La mujer de su hijo la recibe de mala gana. Sólo le quita el seguro a la puerta, y se va. Guadalupe tiene que empujarla, meterse en la casa y volver a cerrarla.
-¿Ora, por qué tan tarde, Lupe?
Su hijo ni siquiera la mira, no puede quitar los ojos de la televisión encendida. Está cenando sobre el sofá, con la mujer de pie a su lado, haciendo guardia, esperando recibir alguna orden. Guadalupe no hace caso, camina en silencio hacia la mesita y vacía ahí el contenido del mandil. Al fin su hijo reacciona, deja el plato de comida, casi vacío, a un lado, y se apresura a contar. Uy, viejita, cada vez me traes menos, le dice a su madre, si sigues así, te vas a quedar sin comer otros tres días. Guadalupe agacha la cabeza. No puede evitar sentir miedo, aunque sabe que pronto todo terminará, pero el temor que siente hacia su hijo, ese se lo llevará a la tumba.
-Sírvele, Berta.
La mujer de su hijo se dirige de inmediato al rincón de la casa que simboliza la cocina, vierte en un plato hondo una cucharada de sopa, ya fría, y lo coloca en la barra que separa la cocina del comedor, gritándole a su suegra, Ahí'stá. Cena aprisa, y sin dar las buenas noches, se va a dormir.
Son las tres y media de la mañana cuando Guadalupe se decide. Ya su hijo ronca a pecho abierto, es imposible despertarlo cuando hace tanto ruido. A tientas, busca su bolsa de nylon, la desata procurando hacer el menor ruido posible, saca el trapo viejo y roto, lo desenvuelve, y descubre su pequeña fortuna. Tres billetes de quinientos, siete de doscientes, seis de cien. Los de cincuenta se los daba a su hijo, para que no pensara que no había gente generosa. Ha tenido que esperar ocho años, desde aquel primer día en que le dieron un billete de doscientos, y se le ocurrió la idea de irse, de abandonar a su hijo, de vivir por sí misma y bajo su propio régimen. Hoy es el día. Con esta pequeña fortuna puede comprarse algunas cositas y venderlas en la Merced, no más pedir limosnas. Puede rentar un cuartucho en la periferia de la ciudad, no le importa. Lo único que desea es pasar sus últimos días, los que le queden, siendo libre, independiente, alejada de las humillaciones que su hijo, ese vividor de mierda, igualito que su padre, le hacía pasar. Se pone su chal, sus zapatos negros, sus gafas gruesas. Abre la puerta, y sale de su casa, con el rumbo bien definido, aunque no sabe a dónde ir. Pero ya no siente miedo, porque ahora es libre.

(FIN)