
Su hermano le decía que no fuera, que no necesitaba su ayuda, pero a Xóchitl le gustaba ir a la fuente, aunque fuera lejos, aunque tuviera que cargar de regreso la pesada cubetita que le daban, y no tanto por el recorrido, fúnebre y deprimente, sino por sentirse útil para la casa. Habían sucedido emergencias en que, de no ser por su cubetita, quién sabe qué hubiera pasado. Arde la tierra bajo sus pies desnudos, y el sol encima de sus cabellos negros. El aire caliente la obliga a entrecerrar los ojos, los pasos largos de su hermano, quien dará unas cinco vueltas de la casa a la fuente para llenar los tambos que necesitan el día de hoy, la hacen apresurarse. Mira el suelo atenta, no quiere volver a enterrarse un vidrio, o un clavo que le atraviese el pie, como dicen que le pasó a Martín, por ir distraído.
Llegan por fin a la fuente, en el centro del pueblecito, y descubren una algarabía inusual. Hay un camión muy grande, hay un sujeto gordo, pelón, tétrico, vestido todo él de blanco, bailando una música estridente que sale de la caja del camión, y la gente se arremolina a su alrededor, gritando desesperados, alzando las manos, unos tratando de salir, otros tratando de entrar. Xóchitl no puede evitar sentir curiosidad, su hermano menos, estira el cuello, pero no puede más que ver que están regalando algo. Ha pasado antes, que viene reporteros de la televisión y les regalan despensas, o que viene gente común y corriente, güeros, altos, de ojos azules, y les regalan cobijas y ropas. Le dice su hermano a Xóchitl, Ándale niña, ve, asómate a ver qué están regalando. Le quita la cubetita de la mano y la empuja hacia la multitud. Ella tiene miedo, no le gusta la gente, luego la pisan, la golpean. Pero bueno. Tal vez su hermano esté en lo correcto y estén regalando costales de arroz y frijol, y puedan comer bien, al menos hoy.
Su diminuto cuerpecito se abre paso con facilidad por entre las faldas de las mujeres y antes de lo que cree ya llegó hasta el gordo de blanco. Ya viéndolo cerca descubre que no es un hombre, o bueno, sí es, nada más que trae un disfraz puesto, porque no puede haber un hombre tan bizarro. Sus ojos pequeñísimos, negros como escarabajos, y su bigote retorcido, y su sonrisa perpetua, son abominables. No sabe cómo, pero Xóchitl está segura que la mira. El gordo le estira la mano, la niña, temerosa, le ofrece la suya, el gordo la jala y la carga, algo grita un tipo detrás de ellos a la multitud que empieza a aplaudir, algunos gritan Gracias, gracias, otros chiflan, entonces Xóchitl vuelve a ser depositada en el suelo, mientras el gordo le da una caja de cartón, le sacude los cabellos y sigue bailando. Hace un esfuerzo por salir, que por cierto es mucho más difícil que entrar, y afuera de la multitud la espera otro sujeto, también de blanco, pero sin disfraz, que le dice, Niña, sonríe, sonríe. Ella obedece, creyendo que si no lo hace le quitarán su caja, hasta el momento ni se ha enterado qué es, sólo sospecha, por el peso y el tamaño, que pueden ser unos zapatos, dibuja en su cara una sonrisita tímida, el sujeto saca una foto con su cámara, y se va, sin prestarle mayor atención.
Xóchitl llega hasta su hermano corriendo. A ver, qué te dieron, a ver. La niña sabe que no es algo grande, porque la caja no pesa, pero no importa, todo lo que sea gratis, es bien recibido. Le da la vuelta a la caja, que por el otro lado es transparente, y descubre con tristeza una mujer, de esas rubias, pálidas, flacas, pero tan pequeña, que cabe en la caja. Es del tamaño de su muñeca de trapo, pero esta es como una estatua, dura y toda pintada. Puta madre, una mona, dice su hermano. Xóchitl también luce desencantada. Pues ni modos, le dice su hermano, tírala por ahí, y vámonos que ya se hizo tarde. Xóchitl avienta la caja de cartón, todavía sin abrir, al suelo, recupera su cubetita y se van a la fuente. Mientras camina, siente más la tierra caliente, las piedras molestas, se siente más descalza todavía, porque ya se había imaginado la suavidad de sus primeros zapatos en los pies.
(FIN)