
[Imagen de Flickr: "Forbidden Love", Gabriel Radic]
De la ventana ni se dieron cuenta, todo pasó tan rápido, que sólo alcanzaron a reaccionar cuando la televisión voló por los aires en mil pedazos con un estruendo imposible partiendo la tranquilidad de la cena familiar. Entre gritos, llantos y balas, los tres hijos de la familia se echaron al suelo, cubiertos por el frondoso cuerpo de la madre, mientras el padre se metía debajo de la mesa, que era lo que le quedaba más cerca. Después explotó un florero, cayeron los cuadros de las paredes, las lámparas, las balas perforaron los sillones, las paredes, incluso el techo. Pareció un momento eterno, que se alargó cuando se detuvieron los proyectiles, y entonces Julio, temblando, levantó la cabeza y miró hacia la puerta, pensando que en cualquier momento entraría un sicario y le volaría los sesos sin compasión, frente a su familia. Pero no. El sicario, uno de los más fieles a Laureano Cañedo, tenía órdenes de espantar a este mequetrefe, pero no de matar a nadie, aunque ganas no le faltaban de arrancarle los huevos a ese hijo de puta.
No se imaginó Julio la escena que se desarrolló unas horas antes en la casa de Griselda, cuando llegó el marido, gritando, enfurecido, que dónde estaba ese cabrón, que lo iba a matar, que saliera, cobarde, maricón, no que muy machito, pendejo. La mujer, en bata de dormir, salió de su recámara, furiosa, por un lado, y por el otro aliviada de haber confiado en su intuición, a pesar de las ganas que tenía de dejar al muchacho desnudo en su cama, todo el día, todo el mes, toda la vida. Qué, qué quieres que haga, le dijo Griselda, también gritando, si me tienes aquí encerrada todo el día, no me dejas salir a ningún lado, no me llevas a ningún lado, no te veo en todo el día, nada más quieres tenerme aquí, como un trofeo, como un trofeo. Los guaruras no sabían que hacer, sostenían sus armas sobre el pecho, incómodos, esperando órdenes, y ante una seña de Laureano, todos se retiraron del pasillo, mientras el esposo, conmovido, se acercaba a la mujer, con los brazos extendidos, No llores, viejita, no llores. Lo que le hizo volver la sangre hasta las orejas, fue escucharla decir, No le hagas nada, pero con todo, respondió, No, te lo prometo, tratando de controlar su ira desbordante. Después de hacer el amor fugazmente, violentamente, desesperadamente, y al quedar Griselda dormida como un ángel en la cama, Laureano se fajó los pantalones, le llamó a su sicario más fiel, y lo mando a la casa de Julio para darle una calentadita, pero con órdenes estrictas de no matar a nadie.
Su familia se fue a casa de una prima y mandaron a Julio a un hotel, en las afueras de la ciudad. Su madre fue a comprarle un boleto de autobús para mandarlo a la capital, no podía quedarse aquí, menos ahora, cómo había llegado hasta este punto, si se suponía que sólo debía cogérsela una vez y dejarla, con todo el dinero que le pudiera sacar. Pero la ambición del muchacho, la inmadurez, lo habían hecho volver a la casa un día, y el siguiente, y el siguiente, y casi todos, y la madre lo había permitido, volvía con miles de pesos, en una semana habían juntado más dinero de lo que ella podía ganar en diez años, y ahora no podía con el remordimiento de conciencia, Nada más falta que me lo maten, lloraba en los brazos de su marido, inocente de todo lo que estaba pasando, insistiendo en ir a la policía, el muy ingenuo. Julio, en el hotel, no podía dormir. Cada luz que reflejaba en la ventana, cada puerta de coche que se abría en el estacionamiento, pensaba que hasta ahí había llegado, que era el final. El sonido del teléfono móvil lo hizo sobresaltarse, sintió que el ruido lo delataría, que el sicario estaría paseándose por el pasillo, Ajá, ya te tengo. Contestó sin pensar. Hola, Hola Julito, cómo estás, era ella, Bien, y tú, Extrañándote, y un pequeño silencio, no sabía qué hacer, qué decir, Oye, mi marido no viene a dormir esta noche, por qué no me haces compañía, No sé, Griselda, es que, Es que qué, no quieres, No, sí quiero, Entonces, Nada, voy para allá, Bueno Julito, aquí te espero, apúrate, Sí. Colgó el teléfono, se puso la chamarra y salió del hotel. Morir aquí, o morir en su cama, da lo mismo.
[FIN]
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[Primera parte]