
Cuéntenos todo lo que recuerde, señora, le dice el policía, ya en la comisaría, cuando la mujer hace una pausa en su largo llanto para respirar, se enjuga las lágrimas con el dorso, se sacude la cabeza, y sólo atina a decir, Es que yo no quería venir, señor. Pero no se puede con mi suegra. Si no es como ella dice, está mal hecho, desde el caldo de gallina hasta el doblado de los calzones, y mi marido, ese inservible, hace lo que sea para complacerla. Y cuando nos dijo el doctor que ya no se podía hacer nada por mi niña, pues yo dije, Ya, ¿verdad señor? Ni modo, qué hacer, y me resigné, y estaba muy en paz, la cuidaba, ya sabe, trataba de hacer que estuviera bien, los días que le quedaran, digo, para qué hacerla sufrir más, para qué hacerme sufrir más, si apenas puedo con esta vida ingrata que hasta ahora no me ha dado más que penares. Y le dije a mi marido, Ya, déjalo, mira, cuando menos lo esperes, nuestra niña se nos va a ir y tú por andar buscando un milagro no vas a poder disfrutar el tiempo que nos queda, pero él no entendía, pero era por mi suegra, vieja desgraciada, ella tiene la culpa, señor. Bueno, ella y la virgencita.
Es que yo nunca creí, la verdad. Cómo decirle… Era como pensar que existe la magia, pues. Que con ir de rodillas y cantar y rezar se le desaparecen los problemas a uno. Y pues son más las veces que no pasa nada, ¿me entiende? Son más las veces en que no importa lo que uno haga, la vida dispone, y nada, pues qué, uno se aguanta, señor. Mi suegra no puede caminar ya, pero le dijo a mi marido que nos trajera, y le dio dinero, y mi marido, inútil como siempre, obedeció, aunque yo le dije que no quería venir, que para qué. Pero tampoco lo iba a dejar que se trajera a mi hija así como así, no señor, pues tuve que venir, aunque no quería. Viajamos tres días, mi niña estaba ya medio muerta, y a menos que la virgencita nos la fuera a revivir, yo estaba piense y piense que este méndigo viaje más había fregado a mi niña que lo que le había ayudado. Ya en la noche, cuando llegamos al atrio, yo me quedé con mi niña cerca de la puerta, muerta de miedo, no sabía que hubiera tanta gente en el mundo, y que se quisieran juntar tanto, cuando otras veces nomás puras caras chuecas, puras mentiras, puras hipocresías. Me senté al lado de mi niña, le di agua, la pobre, hubiera visto su carita, estaba muy cansada, le dije Ya, ya casi nos vamos, y ella me veía con esos ojos que me echó la vez que la recogimos del hospital, después del accidente, como pidiéndome algo, Mamá, por favor, eso quería decir esa mirada, y qué le decía yo, señor, nada más me quedé ahí, recargada en la silla de ruedas, acariciándole las piernitas, tratando de consolarla.
Mi marido, el muy cabrón, quién sabe dónde se había metido, y cuando yo empecé a escuchar las murmuraciones me asusté, primero pensé que algo le había pasado, luego escuché bien, decía la gente, La virgencita está llorando, Dicen que es sangre, Milagro, milagro, y yo me asomé para dentro, a ver si veía al inútil ese, pero no, desde donde estaba alcanzaba a ver a mi niña, pero luego todo pasó tan rápido, no supe qué hacer, señor, no supe… La señora vuelve a quebrarse. El oficial le pasa otro pañuelo y una galleta. Cálmese, señora, cálmese, le dice, pero lo cierto es que le da mucha lástima. La mujer, sucia y maloliente, está desconsolada. No tiene corazón para hacerla seguir contando su relato, ya todos sabemos en qué acabó. Pero, por otro lado, cree que le hará bien a la mujer desahogarse. Que diga lo que tenga que decir. Si quiere le paramos, le dice, y la mujer suspira con fuerza, hace señas con la mano, No, no, ya me calmo, toma otra vez aire y continúa hablando.
Ahí estaba mi niña, a unos poquitos pasos, pero las murmuraciones fueron más veloces, de pronto toda la gente que estaba en el atrio se abalanzó hacia las puertas, corrían eufóricos, gritaban, se jalaban los cabellos y lloraban, Milagro, milagro, Alabado sea el señor, y no sé qué más, y mi niña, todavía alcancé a ver su carita espantada antes que alguien me tumbara, me ayudaron a levantar pero por más que yo les gritaba Mi hija, mi hija, nadie me hacía caso, la gente histérica trataba de entrar a la basílica y yo quería ir para afuera, pero no pude, no pude con la gente… Parece que empieza a llorar de nuevo, pero se detiene antes. Ya cuando todos estaban que no se podían mover, les empecé a dar de codazos y a pisarlos, y me decían de cosas pero no me importaba. Ya no estaba donde la había dejado. Empecé a gritar como loca mientras todos rezaban y lloraban por el milagro, pero nadie se preocupó por mi niña. Ya después cuando llegaron los otros oficiales encontramos la silla por allá, bien lejos, y pues hasta en la mañana cuando se despejó la gente dimos con su cuerpecito, todo quebrado, todo molido, la pobre… Yo no quería venir… Yo no quería venir…
Rompió en llanto de nuevo y esta vez el oficial decidió parar el interrogatorio. Cuando se llevaron a la mujer, terminó de llenar el expediente y, tras el punto final, pensó, Que hijos de puta. Luego se arrepintió en su mente, no fuera pensar la virgencita que ella también. Luego pensó otra vez, en todos los reportes de personas aplastadas y tragedias parecidas que faltaban por llenar… y cómo se le ocurre llorar sangre con tanta gente junta… Que insensatez, de veras. Seguía otra mujer, con el brazo roto, que tenía a su mamá desaparecida… Se asomó a la puerta y le dijo a la secretaria, Échame a la que sigue, Lupe, y dejó la puerta abierta.
[FIN]
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