24/12/09

Señora Clós



Lo que hay que saber de los duendes, y sobre todo de los que están en el poder, es que son idénticos a los humanos. A los adultos, porque los niños, según lo que tiene entendido la señora Clós, son otra cosa muy diferente. O si no, para qué su marido se rompe el lomo durante todo el año con negociaciones para patrocinios, donaciones y acuerdos con los malditos duendes, seres egoístas y envidiosos que sólo saben ver por ellos mismos. El líder del sindicato conoce a su marido desde hace una eternidad, por eso sonríe cuando la mira, con malicia, mientras sostiene una copa de vino en la mano derecha. Le dice a la señora Clós, Algo de tomar, querida señora, pero ella no contesta, permanece con los ojos fijos en la ventana, desde donde sólo puede verse nieve y oscuridad, tratando de aguantarse las ganas de arrancarse los ojos con las manos. Contrario a lo que pudiera pensarse, dada su apariencia de dulce viejecita, con gafas redondas y doradas enmarcando su suave rostro, sus cabellos plateados, sus mejillas sonrojadas, y sus vestidos de frescos colores invernales, la señora Clós, cuando se le provoca, puede resultar una verdadera fiera. El líder de los duendes ya tendrá ocasión de comprobarlo, pero por el momento, ni siquiera lo sospecha, está disfrutando su triunfo, la sensación de tener al señor Clós en la palma de la mano, esperando a su mujer afuera de la habitación para consolarla, después de todo, él es el respondable de que todo esto esté pasando, no haber previsto la crisis mundial, ahora en recuperación, pero no para el Polo Norte, ese está jodido desde hace mucho tiempo, ahora ha llegado al extremo. El duende imagina la cara del anciano, calvo y triste, es lo que saca por no tener otro medio de existencia, se levanta de la silla, es alto, fornido, muy bien parecido, podría pasar por uno de esos actores de hollywood que tanto veneran los humanos, pero lo delatan sus orejas puntiagudas.

No, la señora Clós, aunque es dulce y tierna, no le atrae físicamente, porque es una vieja estéril y maloliente. Lo hace sólo para poner a su marido en su lugar, para que no vuelva a llevarse todo el crédito de algo que no ha hecho solo y permanecer con la conciencia tranquila. Él también quiere resaltar, ser adorado por los niños, sentarse en un trineo días antes de navidad a escuchar a los deseos de los niños y sus ilusiones, a tomarse fotografías y hacer publicidad para tiendas, a que las personas decoren sus casas con su figura de fieltro sacada de una revista de manualidades. Guardándose el asco, se acerca a la señora Clós, le rodea los hombros y le acerca la lengua, viscosa, a la oreja. Ella no se mueve, pero aprieta los puños. Sabe que si intenta resistirse, se acabó todo, no más magia, no más regalos, no más esperanza en las caras de los niños, los duendes se irán a huelga, destrozarán la fábrica y desaparecerán, quizá hagan trato con el conejo de pascua, o con los reyes magos, o con alguna televisora internacional, y los abandonen en el olvido y la soledad para siempre, porque sin ellos no son nada. El duende se acerca a su cuello, y la señora Clós no puede contener el impulso de levantarse de un salto, aterrada y llena de náuseas. Se acerca al tocador y se percata del resplandor luminoso de una navaja de afeitar, descansado entre las esencias y los aceites que los duendes usan para verse como humanos. Sin pensarlo dos veces, la toma y cuando ve por el espejo que el duende se acerca por detrás para empezar en serio con su labor de seducción forzada, se da una ágil vuelta y le corta el cuello de tajo. El duende se desangra irremediablemente, cae al suelo y empieza a terminar de morir, lanzando a la señora Clós una mirada que dice, sin duda, Te arrepentirás, los niños lo pagarán. Adivinando sus pensamientos, la dulce señora le dice, No me vengas con estupideces, a mi los niños me importan un carajo, le da una patada furioso en los genitales y sale de la habitación con la cabeza más en alto que nunca en toda su vida.

[FIN]

12/12/09

Yo no quería venir



Cuéntenos todo lo que recuerde, señora, le dice el policía, ya en la comisaría, cuando la mujer hace una pausa en su largo llanto para respirar, se enjuga las lágrimas con el dorso, se sacude la cabeza, y sólo atina a decir, Es que yo no quería venir, señor. Pero no se puede con mi suegra. Si no es como ella dice, está mal hecho, desde el caldo de gallina hasta el doblado de los calzones, y mi marido, ese inservible, hace lo que sea para complacerla. Y cuando nos dijo el doctor que ya no se podía hacer nada por mi niña, pues yo dije, Ya, ¿verdad señor? Ni modo, qué hacer, y me resigné, y estaba muy en paz, la cuidaba, ya sabe, trataba de hacer que estuviera bien, los días que le quedaran, digo, para qué hacerla sufrir más, para qué hacerme sufrir más, si apenas puedo con esta vida ingrata que hasta ahora no me ha dado más que penares. Y le dije a mi marido, Ya, déjalo, mira, cuando menos lo esperes, nuestra niña se nos va a ir y tú por andar buscando un milagro no vas a poder disfrutar el tiempo que nos queda, pero él no entendía, pero era por mi suegra, vieja desgraciada, ella tiene la culpa, señor. Bueno, ella y la virgencita.

Es que yo nunca creí, la verdad. Cómo decirle… Era como pensar que existe la magia, pues. Que con ir de rodillas y cantar y rezar se le desaparecen los problemas a uno. Y pues son más las veces que no pasa nada, ¿me entiende? Son más las veces en que no importa lo que uno haga, la vida dispone, y nada, pues qué, uno se aguanta, señor. Mi suegra no puede caminar ya, pero le dijo a mi marido que nos trajera, y le dio dinero, y mi marido, inútil como siempre, obedeció, aunque yo le dije que no quería venir, que para qué. Pero tampoco lo iba a dejar que se trajera a mi hija así como así, no señor, pues tuve que venir, aunque no quería. Viajamos tres días, mi niña estaba ya medio muerta, y a menos que la virgencita nos la fuera a revivir, yo estaba piense y piense que este méndigo viaje más había fregado a mi niña que lo que le había ayudado. Ya en la noche, cuando llegamos al atrio, yo me quedé con mi niña cerca de la puerta, muerta de miedo, no sabía que hubiera tanta gente en el mundo, y que se quisieran juntar tanto, cuando otras veces nomás puras caras chuecas, puras mentiras, puras hipocresías. Me senté al lado de mi niña, le di agua, la pobre, hubiera visto su carita, estaba muy cansada, le dije Ya, ya casi nos vamos, y ella me veía con esos ojos que me echó la vez que la recogimos del hospital, después del accidente, como pidiéndome algo, Mamá, por favor, eso quería decir esa mirada, y qué le decía yo, señor, nada más me quedé ahí, recargada en la silla de ruedas, acariciándole las piernitas, tratando de consolarla.

Mi marido, el muy cabrón, quién sabe dónde se había metido, y cuando yo empecé a escuchar las murmuraciones me asusté, primero pensé que algo le había pasado, luego escuché bien, decía la gente, La virgencita está llorando, Dicen que es sangre, Milagro, milagro, y yo me asomé para dentro, a ver si veía al inútil ese, pero no, desde donde estaba alcanzaba a ver a mi niña, pero luego todo pasó tan rápido, no supe qué hacer, señor, no supe… La señora vuelve a quebrarse. El oficial le pasa otro pañuelo y una galleta. Cálmese, señora, cálmese, le dice, pero lo cierto es que le da mucha lástima. La mujer, sucia y maloliente, está desconsolada. No tiene corazón para hacerla seguir contando su relato, ya todos sabemos en qué acabó. Pero, por otro lado, cree que le hará bien a la mujer desahogarse. Que diga lo que tenga que decir. Si quiere le paramos, le dice, y la mujer suspira con fuerza, hace señas con la mano, No, no, ya me calmo, toma otra vez aire y continúa hablando.

Ahí estaba mi niña, a unos poquitos pasos, pero las murmuraciones fueron más veloces, de pronto toda la gente que estaba en el atrio se abalanzó hacia las puertas, corrían eufóricos, gritaban, se jalaban los cabellos y lloraban, Milagro, milagro, Alabado sea el señor, y no sé qué más, y mi niña, todavía alcancé a ver su carita espantada antes que alguien me tumbara, me ayudaron a levantar pero por más que yo les gritaba Mi hija, mi hija, nadie me hacía caso, la gente histérica trataba de entrar a la basílica y yo quería ir para afuera, pero no pude, no pude con la gente… Parece que empieza a llorar de nuevo, pero se detiene antes. Ya cuando todos estaban que no se podían mover, les empecé a dar de codazos y a pisarlos, y me decían de cosas pero no me importaba. Ya no estaba donde la había dejado. Empecé a gritar como loca mientras todos rezaban y lloraban por el milagro, pero nadie se preocupó por mi niña. Ya después cuando llegaron los otros oficiales encontramos la silla por allá, bien lejos, y pues hasta en la mañana cuando se despejó la gente dimos con su cuerpecito, todo quebrado, todo molido, la pobre… Yo no quería venir… Yo no quería venir…

Rompió en llanto de nuevo y esta vez el oficial decidió parar el interrogatorio. Cuando se llevaron a la mujer, terminó de llenar el expediente y, tras el punto final, pensó, Que hijos de puta. Luego se arrepintió en su mente, no fuera pensar la virgencita que ella también. Luego pensó otra vez, en todos los reportes de personas aplastadas y tragedias parecidas que faltaban por llenar… y cómo se le ocurre llorar sangre con tanta gente junta… Que insensatez, de veras. Seguía otra mujer, con el brazo roto, que tenía a su mamá desaparecida… Se asomó a la puerta y le dijo a la secretaria, Échame a la que sigue, Lupe, y dejó la puerta abierta.

[FIN]

8/12/09

Si Teo llega



Cuando el tiempo se acaba, sea cual sea la razón, el silencio empieza a caer sobre nosotros más denso, más pesado, más oscuro. Lidia mira de reojo la ventana entreabierta, esperando lo peor: que la puerta que da a la calle se abra. Entonces sabrá que es Teo, y que tardará menos de un minuto en subir al primer piso del edificio Nochebuena, el más famoso de la unidad por estas fechas, únicas en las que toma algo de sentido su nombre. Teo llegará a la puerta, quizá borracho, pues si llega a esta hora, es porque se ha quedado tomando, hará un escándalo con las llaves pero se le caerán y pateará la puerta gritando, Lidia, ábreme, chingado. Mejor no pensar en eso, pero la bebé está tan callada, murmurando sus pensamientos en una lengua que sólo ella conoce porque ella la inventó, mirando las estrellas que cuelgan del móvil de su cuna, maravillada, nunca había visto una cosa así, eso es lo bueno de recién nacer, que todo en el mundo, por ser nuevo, es también lindo.

El sartén está caliente, la carne, salada, las papas, peladas, las cervezas en el congelador, Lidia revisa que ya estén bien frías, los tarros, carajo, se le olvidaron los tarros, sólo hay uno dentro, y si trae a sus amigos, y si viene su compadre, no, no, se da la vuelta bruscamente, su brazo choca con la estufa, derriba el sartén y el aceite cae sobre su pierna, ella grita, pero entonces, al retroceder, el plato con la carne cae al suelo, quebrándose con un terrible escándalo en miles de pedazos que huyen, despavoridos, por el piso recién trapeado. Lidia intenta no moverse, no hacer más ruido, la bebé empieza a inquietarse, y para qué quiere, ya tiene suficiente, fácil se ha retrasado otra media hora, y si Teo llega, está perdida, no hay más qué hacer, mejor irse preparando para lo inevitable.

Sale de la cocina y va al cuarto de limpieza por una escoba y una jerga para levantar el desastre. Sin darse cuenta, unas lágrimas le empiezan a escurrir, será mejor pararlas, porque si Teo llega y, encima de todo, la descubre llorando, se lo tendrá bien merecido. Ya me decía mi madre, piensa, No soy una buena esposa. Se lo dijo apenas el mes anterior, cuando le preguntó a Teo dónde había estado y tuvo que salir huyendo, espantado por una lluvia de cuchillos que por poco caen sobre la niña, y al llegar a la puerta de su madre, dos cuadras calle arriba, al verla, le dijo, Ay m’ija, qué le hiciste a tu marido.

Diez minutos después el suelo de la cocina ya está otra vez brillante, y la carne en el aceite. Ha metido los demás tarros en el refrigerador y puso el congelador en el número 9, que se supone es más frío. La niña se ha dormido, pero Teo no llega aún. Lidia no cree en dios, pero a veces le gustaría creer: así podría rezar, Por favor, señor, que no venga borracho. Pero no cree, y nadie puede asegurarle que la tarde se convertirá en noche sin ningún contratiempo. Otra vez, sorprende a sus ojos llorando, cuando descubre su rostro en la puerta de espejo del microondas, rodeados por enormes moretones que, junto con el labio roto, le recuerdan lo mucho que debe esforzarse para ser una buena esposa.

[FIN]

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