
2.
Por la noche, agotado, recogió la vela y se dejó llevar por la corriente. El mar, es verdad, era peligroso, pero si tenía que morir, moriría, sin importar los rituales o la magia. Vaya disparate, pensaba, temblando de coraje, vigilando el firmamento despejado y tranquilo, Y pensar que tantos años me equivoqué. Estaba decidido a viajar hasta encontrar una isla donde no practicaran la magia, donde pudiera vivir libre de rituales estúpidos y sinsentido, sólo ocuparse de trabajar y comer, nada de iniciaciones, ni ceremonias, ni canoas mágicas. En algún lugar de este mar debe haber un lugar así, se dijo.
Dos mil metros arriba de su cabeza, arropados por la oscuridad de la noche, los traficantes de diamantes gritaban desesperados y discutían por sus vidas. El conductor del helicóptero esperaba instrucciones, el líder de la banda, tenso, analizaba las opciones que tenían: una, arribar al puerto y entregarse sin resistencia al ejército, sabiendo que los matarían; dos, arribar al puerto y luchar contra ellos hasta morir; tres, estrellarse contra el mar y morir de todos modos. Uno de los miembros de la banda lloraba de desesperación, No quiero morir. De todos modos vamos a morir, pero podemos arruinarles el decomiso a esos imbéciles. Ordenó, al fin, que arrojaran los diamantes al mar, terminando así con su largo viaje por tierra, por agua y por aire, que prepararan sus armas y que trataran de morir dignamente, como hombres que eran. Así lo hizo el piloto.
Estaba a punto de amanecer y Najut ya cantaba victoria cuando escuchó un ruido extraño en el cielo. Miró hacia arriba pero sólo vio sorpresivas nubes de tormenta arremolinándose sobre su cabeza. Después de un trueno que partió el cielo en dos, empezaron a caer las piedras por todos lados. Eran brillantes, más duras que cualquier piedra que hubiera visto antes, cayendo con resplandor de fuego. Golpeaban por todos lados, dándole con tanta fuerza como un coco pétreo en la entrepierna, provocando que el agua se revolviera, que la canoa se agitara y que Najut pensara en la muerte. Entre el estruendo de los rayos y el incremento tempestuoso del oleaje, Najut no sabía qué hacer, sólo podía cubrirse la cabeza con los brazos y esperar que aquello terminara. Humillado y confundido, trató de convencerse de la imposibilidad de aquel acontecimiento, Esto no está pasando, repetía como único consuelo, cuando una piedra lo golpeó en la frente y lo dejó tumbado en el piso de la canoa, rodeado de la apacible oscuridad del otro mundo.
Eso creyó él cuando despertó y descubrió el mar en calma y el piso de la canoa alfombrado por una capa uniforme de piedras brillantes, afiladas como espinas. El sol le daba en la cara y la sangre seca en la frente le había dejado la piel dura. La vela, partida, no le serviría para continuar el viaje. Resignado, se lavó la cara con agua de mar y, en la transparencia de las aguas, alcanzó a ver en la profundidad una gigantesca, imposible, serpiente marina, avanzando con lentitud justo debajo de la canoa, acechándolo sedienta de sangre.
Varios cientos de metros debajo del mar, el marinero avisó al capitán que habían detectado un objeto pequeño, inmóvil, sobre la superficie, pero no podían identificarlo. El capitán, hombre patriota, preocupado por la fiabilidad del informe que presentaría al presidente de la nación sobre la situación de estas aguas nuevas y desconocidas, aunque pensaba que no sería más que basura o algas flotantes, ordenó que se acercaran lo suficiente como para mirar por el periscopio electrónico. Tuvieron que dar tres vueltas antes de emerger a la superficie, ante la mirada atónita de Najut, quien, presa del pánico, empezó a susurrar el conjuro que repelía a las serpientes marinas. Pero la gran masa negra, cuyo resplandor se confundía con el del agua salada, no se detenía. El argonauta, fuera de sí, vio cómo la boca del animal ya lo tenía al alcance cuando, sin más, su ojo negro se sumergió y la serpiente se alejó a toda velocidad, dejándolo otra vez en manos del silencio implacable del mar.
Ya con el sol descendiendo, la corriente lo llevó hasta un punto en que, más allá del horizonte, Najut alcanzó a vislumbrar una difusa capa de tierra. No era esa la isla con la que usualmente comerciaban y practicaban el Kula, pero era tierra, al fin estaría a salvo. Comenzó a remar con el brazo, víctima de un furor espontáneo, y no se percató de la nube de roca que se le acercaba por detrás hasta que vio su sombra en el agua y escuchó el estruendo de su música demoníaca. Eran las ninfómanas del mar. Desnudas sobre su nube, se deslizaban por el mar cazando a sus víctimas, los seducían con los calores propios del cuerpo y los destrozaban en sus vaginas carnívoras. En verdad, Najut las imaginaba diferentes: con cuernos y cabellos de serpiente, siete brazos y piel de calamar. Pero estas eran, sin duda gracias a sus artificios, muy parecidas a las mujeres, sólo que de piel de durazno, de cabellos de oro y con los senos pequeños y rosas. De no haber sabido que eran monstruos, Najut las habría considerado hermosas.
Las chicas, embriagadas y bajo los efectos de fuertes alucinógenos, se sorprendieron cuando encontraron en mar abierto a este pobre indígena a punto de la deshidratación. Una de ellas, verdadera pervertida como luego asegurarían sus compañeras de parranda, en especial la hija del dueño del yate en el que habían zarpado a la paradisíaca ilegalidad de las aguas internacionales, propuso que lo rescataran pues, decían, los nativos de aquellas islas extravagantes eran famosos por sus miembros inmensos y desproporcionados. Además se va a morir, dijo otra, y de inmediato entre todas buscaron una cuerda y se la lanzaron. Sólo dos o tres protestaron, Se suponía que era una fiesta de mujeres, enojadas porque creían que sus fantasías lésbicas podían hacerse realidad fuera de los ojos del mundo, pero nadie les hizo caso.
Esta vez, a Najut no le sirvieron los conjuros. Ante su resistencia para trepar por la puerta, dos de las bestias come-hombres bajaron por una escalera y lo llevaron por la fuerza al yate, donde se vio hundido y asfixiado por las pócimas más mortíferas que jamás hubiera imaginado, que le quemaban las entrañas, y rodeado de pieles sudorosas, manos imparables, lenguas curiosas, piernas sofocantes y gritos ensordecedores cuando le quitaron el taparrabos que cubría sus vergüenzas y se dieron cuenta que era verdad lo que decían de los indígenas de aquella región. Su miembro exuberante, por fortuna, fue su salvación: algunas de las mujeres, asustadas por aquella obscenidad, ni siquiera se atrevieron a tocarlo, y las que decidieron a montarse en aquel animal vigoroso no aguantaron más de una sesión. Najut pronunciaba, resignado, los conjuros contras las ninfómanas, pero nada las detenía, y entonces empezó a pedir perdón y protección a los ancestros para que le permitieran sobrevivir a la amarga y despiadada tortura de tan bárbaros demonios sexuales.
Antes que el sol saliera, se acercaron a la costa y lo dejaron ir, libre y vivo de milagro, entre risas, besos y aplausos que él no entendía. Exhausto y desamparado, se dejó caer en la arena y lloró. Pero antes de levantarse, y al ver la luz del sol iluminando esta nueva tierra con sus primeros rayos, pronunció el conjuro ritual, Permite, oh gran Babut, que mi alma se expanda por mi cuerpo como la luz del nuevo día por el cielo, para que la oscuridad me deje libre para seguir adorando a mis ancestros.
(FIN)
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[
Primera parte]