
1. Vi al Chayo en el centro. Nos habíamos quedado de ver gracias a mi papá. Nos montamos a un taxi de esos, dorados, de los que van a otay y a la uabc. Me sentía libre por primera vez, pero no era libre. Me sentía pleno, emocionado, con la seguridad de que, ahora sí, las cosas serían como yo lo había imaginado. No iba a ser como en Guadalajara, ya estaba decidido. Me quedaría aquí, haría todo lo posible por terminar la carrera en tiempo y forma y regresaría a mi pueblo siendo un destacado publicista. Tenía toda la vida por delante y la aventura me emocionaba. Me sentía fuerte, seguro, imparable. Chayo me invitó a comer comida china, en ese restaurante que estaba aislado de todo, solo en la acera, a unos cien metros del siguiente local. Una mesera muy amable nos atendió sonriendo y preguntándonos, con su mal español, si estábamos bien, si no necesitábamos nada más. Como hacía por aquellos días, me enamoré de ella.
Caminamos por la calle, arquitectos, creo que se llamaba, casi hasta la avenida que corría paralela a universidad. Eran unos edificios amarillos. El señor, un viejo ya muy viejo, me mostró los dos únicos cuartos desocupados: uno en el edificio principal, amplio, con una ventana enorme, baño grande, semiamueblado. Había dos camas, había que compartirlo con alguien más que ya vivía ahí. De ninguna manera, pensé. Así que bajamos a ver el otro, en el edificio lateral. Había cinco en total de ese lado. Teníamos una sala común, una cocina equipada, y cada quien su recámara. La mía era la más chica: un solo cuarto con una cama individual, una ventana que daba al muro, y un baño bastante grande. Todo para mí solo. Me pareció fabuloso, apenas verlo. Dije que sí, pagué 150 dólares y el señor, no recuerdo su nombre, me entregó las llaves. Era mío ahora.
2. Era un verdadero tormento tener que pasar por un teléfono público. Sacaba mi cartera y veía la tarjeta telefónica ahí, vibrando. Pero no me detenía. No me alcanzaba el valor, la entereza ni la firmeza para llamarles. Vivir solo es siempre más difícil que vivir lejos. Pero cuando las dos se combinan, es una tortura. Nunca mi familia se había significado tanto para mí. Los extrañaba en silencio. No quería llamarlos porque sabía que a la más mínima provocación lloraría, y entonces pensarían que soy débil, y que quería regresar. Prefería hacerme el fuerte. No pensar.
Había un Chez cerca de la casa, así que una noche solitaria, cuando aún no tenía tele, decidí ir. En el camino pensaba, platicaré con alguien, haré un nuevo amigo, tal vez sea una chica. Me senté en una mesa, mirando la puerta de entrada. Había dos mesas más: una pareja, y un grupo de jóvenes ya no tan jóvenes, riendo y gritando. Pedí una caguama, tecate, y puse dos canciones en la rockola. Si nadie me habla antes que pasen mis canciones, me voy, pensé. Así pasó. Me limité a beber y esperar. Nada pasaba. Nadie más llegó y la cerveza sabía mala, nunca me ha gustado la tecate. Pagué y salí del lugar, ofuscado.
Días más tarde, pasó. Caminaba hacía la casa después de un largo día de escuela y edición, mal comer, mal dormir, sin dinero, deprimido, con la certeza de que llegaría a casa y nadie me estaría esperando. Los vi a unos cuantos metros delante de mí, intentando prender, sin éxito, su cigarro. Me abordaron, Oye, tienes lumbre. Dije que sí. Tomaron mi encendedor y prendieron su cigarro, satisfechos. El más alto me dijo su nombre y el nombre de su acompañante. Yo dije el mío. Walter me preguntó, Fumas weed, y yo, emocionado, dije que sí.
Así empezó todo.
Y asi empezó todo.
ResponderBorrar¿es que no hay otra manera para empezar?.
Buen texto.
Saludos cordiales.
G
creo saber a qué te refieres, espero que sigas superándolo y que la próxima vez que la vida te conduzca por aca, tijuana te ofrezca algo mejor.
ResponderBorrarsaludos :)