
Yo, como Leach, sí creo que los seres humanos somos en esencia egoístas, y que cuando nos enfrentamos a uno contradicción entre nuestras representaciones ideales y el mundo real, el individuo tomará aquella decisión que le procure poder. A nadie le gusta ser sólo un rostro anónimo, indiferente al mundo y a sus estructuras, sin la más mínima oportunidad de incidir en él, de dejar una huella permanente, indeleble, en la memoria colectiva, su nombre en los libros de historia, o en el cuadro de honor de la escuela, o en la pared del empleado del mes. Necesitamos sentir que somos importantes, que tenemos un valor, por lo que somos y por lo que hacemos, no tanto que podemos "ayudar" o hacer el bien o velar por los intereses colectivos, sino simplemente, resaltar, brillar, destacar de entre las cifras, los promedios y las claves; ser los mejores de nuestra categoría: el mejor padre, el mejor amante, el mejor estudiante, el mejor obrero, el mejor político, el mejor ladrón, el mejor y más grande estafador.
Lograr algo así, destacar, se ha vuelto sumamente complicado cuando nos hemos multiplicado tantas y tantas veces, a todo lo largo y ancho del planeta, y cuando los retos a los que hoy nos enfrentamos tienen todo el peso de la historia pasada y futura. Quién, por ejemplo, podrá hoy ser capaz de superar a Gandhi o a la madre Teresa de Calcuta, quién se atreverá a medirse con Hitler y con Stalin, nadie en su sano juicio. Sin embargo, también creo firmemente que no estamos concientes de lo valiosos que somos, del grado de intimidad con el que, gracias a la amplia y elaborada red de relaciones sociales que hemos tejido, dependemos unos de otros, y depende la sociedad para funcionar, de esta manera o de la que sea. Más allá de la conciencia de clase marxista, necesitamos crear una conciencia de utilidad social. Saber, estar seguros, que somos un elemento importante, aunque no se note a nivel individual, sí ha de notarse a nivel colectivo. Y no tiene caso ver el lado negativo en el sentido de "Si yo no estuviese aquí, el mundo ni siquiera notaría mi ausencia", argumento fatalista y depresivo que muchas personas usan para darse de topes contra la pared, porque no se trata de lo que podríamos no hacer, sino de lo que de hecho hacemos.
Desde la persona que barre la calle hasta el diriginte de una empresa de capital nacional, se extiende una cadena de labores que son de utilidad social. Cada uno, puesto en su posición, cumple un papel que puede o no estar determinado por la dinámica social, pero que es vital para mantener el equilibrio. Hasta la que parece la más insignificante de las actividades tiene una utilidad. Sólo detengámonos a ver a las personas, qué hacen, a qué se dedican, y nos daremos cuenta que todos somos indispensables.
Si así son, en general, los oficios que los seres humanos se han inventado para convivir, ¿por qué el oficio de antropólogo tendría que ser diferente? ¿Por qué dedicarse a análizar modelos abstractos, teorías complejas sobre cómo debería ser la sociedad, cómo funciona y cómo no funciona? Alguna utilidad debe tener la teoría antropológica, no nada más la elaboración de modelos "inteligentes" que tengan aplicación universal, ¿de qué sirve eso? Necesitamos hacer algo, como disciplina, para contribuir con nuestros conocimientos al resto de la sociedad. Así lo hacen los médicos, los arquitectos, los biólogos y los administradores. Las teorías sociales pueden ser, tal vez, de mayor grado de abstracción, pero eso no tiene por qué condenarlas a la inactividad.
¿Cuál es mi utilidad como antropólogo? Creo que es la segunda pregunta más importante que un antropólogo en formación debería hacerse, después de "¿En verdad quiero ser antropólogo?".
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"Es necesario una cierta dosis de ternura para comenzar a andar con tanto, tanto en contra"