23/2/09

Todo el mundo



Yo, como Leach, sí creo que los seres humanos somos en esencia egoístas, y que cuando nos enfrentamos a uno contradicción entre nuestras representaciones ideales y el mundo real, el individuo tomará aquella decisión que le procure poder. A nadie le gusta ser sólo un rostro anónimo, indiferente al mundo y a sus estructuras, sin la más mínima oportunidad de incidir en él, de dejar una huella permanente, indeleble, en la memoria colectiva, su nombre en los libros de historia, o en el cuadro de honor de la escuela, o en la pared del empleado del mes. Necesitamos sentir que somos importantes, que tenemos un valor, por lo que somos y por lo que hacemos, no tanto que podemos "ayudar" o hacer el bien o velar por los intereses colectivos, sino simplemente, resaltar, brillar, destacar de entre las cifras, los promedios y las claves; ser los mejores de nuestra categoría: el mejor padre, el mejor amante, el mejor estudiante, el mejor obrero, el mejor político, el mejor ladrón, el mejor y más grande estafador.

Lograr algo así, destacar, se ha vuelto sumamente complicado cuando nos hemos multiplicado tantas y tantas veces, a todo lo largo y ancho del planeta, y cuando los retos a los que hoy nos enfrentamos tienen todo el peso de la historia pasada y futura. Quién, por ejemplo, podrá hoy ser capaz de superar a Gandhi o a la madre Teresa de Calcuta, quién se atreverá a medirse con Hitler y con Stalin, nadie en su sano juicio. Sin embargo, también creo firmemente que no estamos concientes de lo valiosos que somos, del grado de intimidad con el que, gracias a la amplia y elaborada red de relaciones sociales que hemos tejido, dependemos unos de otros, y depende la sociedad para funcionar, de esta manera o de la que sea. Más allá de la conciencia de clase marxista, necesitamos crear una conciencia de utilidad social. Saber, estar seguros, que somos un elemento importante, aunque no se note a nivel individual, sí ha de notarse a nivel colectivo. Y no tiene caso ver el lado negativo en el sentido de "Si yo no estuviese aquí, el mundo ni siquiera notaría mi ausencia", argumento fatalista y depresivo que muchas personas usan para darse de topes contra la pared, porque no se trata de lo que podríamos no hacer, sino de lo que de hecho hacemos.

Desde la persona que barre la calle hasta el diriginte de una empresa de capital nacional, se extiende una cadena de labores que son de utilidad social. Cada uno, puesto en su posición, cumple un papel que puede o no estar determinado por la dinámica social, pero que es vital para mantener el equilibrio. Hasta la que parece la más insignificante de las actividades tiene una utilidad. Sólo detengámonos a ver a las personas, qué hacen, a qué se dedican, y nos daremos cuenta que todos somos indispensables.

Si así son, en general, los oficios que los seres humanos se han inventado para convivir, ¿por qué el oficio de antropólogo tendría que ser diferente? ¿Por qué dedicarse a análizar modelos abstractos, teorías complejas sobre cómo debería ser la sociedad, cómo funciona y cómo no funciona? Alguna utilidad debe tener la teoría antropológica, no nada más la elaboración de modelos "inteligentes" que tengan aplicación universal, ¿de qué sirve eso? Necesitamos hacer algo, como disciplina, para contribuir con nuestros conocimientos al resto de la sociedad. Así lo hacen los médicos, los arquitectos, los biólogos y los administradores. Las teorías sociales pueden ser, tal vez, de mayor grado de abstracción, pero eso no tiene por qué condenarlas a la inactividad.

¿Cuál es mi utilidad como antropólogo? Creo que es la segunda pregunta más importante que un antropólogo en formación debería hacerse, después de "¿En verdad quiero ser antropólogo?".

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"Es necesario una cierta dosis de ternura para comenzar a andar con tanto, tanto en contra"

17/2/09

Morir solos



1. Vi al Chayo en el centro. Nos habíamos quedado de ver gracias a mi papá. Nos montamos a un taxi de esos, dorados, de los que van a otay y a la uabc. Me sentía libre por primera vez, pero no era libre. Me sentía pleno, emocionado, con la seguridad de que, ahora sí, las cosas serían como yo lo había imaginado. No iba a ser como en Guadalajara, ya estaba decidido. Me quedaría aquí, haría todo lo posible por terminar la carrera en tiempo y forma y regresaría a mi pueblo siendo un destacado publicista. Tenía toda la vida por delante y la aventura me emocionaba. Me sentía fuerte, seguro, imparable. Chayo me invitó a comer comida china, en ese restaurante que estaba aislado de todo, solo en la acera, a unos cien metros del siguiente local. Una mesera muy amable nos atendió sonriendo y preguntándonos, con su mal español, si estábamos bien, si no necesitábamos nada más. Como hacía por aquellos días, me enamoré de ella.

Caminamos por la calle, arquitectos, creo que se llamaba, casi hasta la avenida que corría paralela a universidad. Eran unos edificios amarillos. El señor, un viejo ya muy viejo, me mostró los dos únicos cuartos desocupados: uno en el edificio principal, amplio, con una ventana enorme, baño grande, semiamueblado. Había dos camas, había que compartirlo con alguien más que ya vivía ahí. De ninguna manera, pensé. Así que bajamos a ver el otro, en el edificio lateral. Había cinco en total de ese lado. Teníamos una sala común, una cocina equipada, y cada quien su recámara. La mía era la más chica: un solo cuarto con una cama individual, una ventana que daba al muro, y un baño bastante grande. Todo para mí solo. Me pareció fabuloso, apenas verlo. Dije que sí, pagué 150 dólares y el señor, no recuerdo su nombre, me entregó las llaves. Era mío ahora.

2. Era un verdadero tormento tener que pasar por un teléfono público. Sacaba mi cartera y veía la tarjeta telefónica ahí, vibrando. Pero no me detenía. No me alcanzaba el valor, la entereza ni la firmeza para llamarles. Vivir solo es siempre más difícil que vivir lejos. Pero cuando las dos se combinan, es una tortura. Nunca mi familia se había significado tanto para mí. Los extrañaba en silencio. No quería llamarlos porque sabía que a la más mínima provocación lloraría, y entonces pensarían que soy débil, y que quería regresar. Prefería hacerme el fuerte. No pensar.

Había un Chez cerca de la casa, así que una noche solitaria, cuando aún no tenía tele, decidí ir. En el camino pensaba, platicaré con alguien, haré un nuevo amigo, tal vez sea una chica. Me senté en una mesa, mirando la puerta de entrada. Había dos mesas más: una pareja, y un grupo de jóvenes ya no tan jóvenes, riendo y gritando. Pedí una caguama, tecate, y puse dos canciones en la rockola. Si nadie me habla antes que pasen mis canciones, me voy, pensé. Así pasó. Me limité a beber y esperar. Nada pasaba. Nadie más llegó y la cerveza sabía mala, nunca me ha gustado la tecate. Pagué y salí del lugar, ofuscado.

Días más tarde, pasó. Caminaba hacía la casa después de un largo día de escuela y edición, mal comer, mal dormir, sin dinero, deprimido, con la certeza de que llegaría a casa y nadie me estaría esperando. Los vi a unos cuantos metros delante de mí, intentando prender, sin éxito, su cigarro. Me abordaron, Oye, tienes lumbre. Dije que sí. Tomaron mi encendedor y prendieron su cigarro, satisfechos. El más alto me dijo su nombre y el nombre de su acompañante. Yo dije el mío. Walter me preguntó, Fumas weed, y yo, emocionado, dije que sí.

Así empezó todo.