20/8/07

Piel de plástico



Despierta solo en la cama, con la cabeza a punto de estallarle, y muy desorientado. No hay duda, esta es su cama, y su recámara, por donde la luz entra a bocanadas en la primer mañana soleada del invierno. A pesar del intenso sol, hace frío, y Gil busca la colcha, con los ojos entrecerrados, en el suelo. Se tapa, retornando así a la oscuridad cálida de sus sueños. Anoche estuvo bien. Quién diría que por única ocasión Juani tendría razón. Ella no es tan mala. Sólo a ella puede considerar como su amiga. Se preocupa por él. Le lleva de comer, a veces. Le consigue trabajos buenos. Lo invita al cine, a un concierto, o a ir a tomarse un café, un helado. Lo aconseja. De no ser porque se conocen muy bien, Gil creería que le gusta. Pero ella sabe muy bien cómo es él. Sabe que no tiene ojos más que para Butch. Y hablando del muñeco...
De un salto se levanta, abriendo mucho los ojos, diciendo, como en las películas, Butch, llamándolo, preguntándole al aire por él, y quedándose ciego unos segundos por el paso de la oscuridad a la luz. No recuerda muy bien qué pasó anoche. Ni siquiera sabe si se enteró del nombre del fulano que se trajo a la casa. Sólo sabe que tenía unas manotas que daban miedo. Aún las siente en la piel. Mas no es momento de pensar en vanalidades, ahora mismo hay asuntos más importantes qué atender, o hay al menos uno, pero es como si contara por todos los asuntos de su vida: dónde carajos dejaron a Butch anoche. Quién sabe, tal vez el fulano todavía ande por aquí, esté en el baño, o en la sala, o preparándose un té, un café, Gil se pone la ropa, unos pants y una camisa, por estos días se ha puesto guapo, ya no es más el muchachito escueto y sin chiste, le pasa algo a su rostro, Juani se lo ha dicho, sin precisar bien los detalles, sólo sabe que hay algo, que le ha cambiado algo, por eso su conquista de anoche, en otros tiempos habría regresado solo a casa, a pesar de sus repetidos intentos, pero siempre estaba Butch para consolarlo, él jamás se había atrevido a abandonarlo, despertaba ebrio y triste, con Butch a su lado, los ojos abiertos, la boca abierta también, marcados los músculos con un color más fuerte en su piel de plástico, y se abrazaba de él con tal desesperación que a veces temía reventarlo.
Lo vio por primera vez en una sex shop. En ese entonces le parecía una ridiculez, una tontería, un juego casi. Preguntó el precio, según él, nada más por curiosidad. El encargado de la tienda no le dio importancia, todos los días iba gente así, o muy pervertida o muy desesperada, preguntando por todo, era el método general, excepto el de unos pocos, los más valientes, que tomaban lo que querían sin preguntar nada a nadie y lo llevaban directo al mostrador sin importar si hubiese o no gente, pagaban y se iban por la calle muy contentos con sus nuevos artículos en bolsas negras con el sello de la tienda. Gil no era tan osado. Hasta la tercera ocasión que puso un pie en la tienda, casi un mes después, durante el cual soñaba y fantaseaba con Butch, que así decía en la caja que se llamaba, pensando cómo una piel de plástico y un cuerpo inarticulado podrían provocarle placer. Tomó la caja, los ojos del encargado fijos en él todo el tiempo, no fuera a robarse algo, y se anduvo paseando por la tienda. Tomó también unas revistas, una película y unos condones. Condones, pensó el encargado, No se necesitan condones para cogerse un muñeco, pinche pervertido pendejo. Gil, incapaz de conocer lo que habitaba la mente del vendedor, agradeció con una sonrisa nerviosa y se fue. Jamás volvió a ese lugar.
Lo guardaba en secreto, a salvo de todo y de todos. Nunca le mencionó a nadie su compañero nocturno, el que le devolvió la sonrisa al rostro, el que lo hizo olvidar sus fracasos sentimentales, era suyo, no lo quería compartir, no deseaba exponerlo al juicio feroz de los que supieran de él. Conocían bien las consecuencias, lo relajado que estaba, la risa espontánea y hasta entonces desconocida, el optimismo, la seguridad. La única que sospechó fue Juani. A ella no podía engañarla, y le dijo. Le habló de Butch. Hasta se lo enseñó. Lo mantenía desnudo siempre, con el pene artificial erecto y los pies pequeños, desproporcionados, las manos sin dedos, los vellitos pintados en el pecho. Es una aberración, dijo ella, espantada. Le costó trabajo a Gil hacerla comprender que era asunto suyo, no de un psicólogo o un doctor, que estaba conciente de lo que estaba haciendo, que sabía que Butch era un muñeco y no un hombre de verdad, que no estaba perdiendo la razón. A Juani le costó un tiempo asimilarlo, pero cuando al fin lo logró, de algún modo se hizo de centenares de amigos para presentar a Gil, pero él nunca podía entablar una relación, por más que quiso. Hasta la noche anterior, cuando salió por su propio pie al antro cerca de su casa, conoció a este fulano, se besó con él, lo acarició, lo invitó a su casa, Vivo solo, le dijo, y tengo un amigo, era arriesgado, pero como iba a ser su primera vez, iba a sentirse más seguro con Butch ahí, vigilando.
Cuando lo sacó del clóset el fulano sonrió, pensando, Maldito pervertido, me encanta. Tomó a Gil y al muñeco y los echó en la cama. Estaban ebrios, no supo cómo pasaron las cosas, hasta que despertó, y vio los condones esparcidos por aquí y por allá. En definitiva, el fulano este se había ido, no estaba su ropa. Tampoco estaba Butch, ni en la sala, ni en la cocina, ni en el patio, ni de vuelta en el clóset. Gil se puso de rodillas frente a la ventana, y lloró. Al principio de su llanto porque lo extrañó. Pensó que ya no tendría su compañía incondicional, que ya nadie le daría cariño, comprensión, placer como Butch. Pero luego, poco a poco y conforme sus cavilaciones avanzaron, lo odió. Porque se había ido. Porque había provocado que el fulano que se trajo a casa se lo llevara, tan hábil era en la cama, o más que Gil, al menos, y se sintió desplazado, traicionado, y abandonado. Ya más calmado, aceptó que no iba a tener otra salida. Volvería a esa sex shop, y se haría creer que Butch estaría ahí, esperándolo, como si nada de esto hubiese pasado, para empezar de nuevo.

(FIN)

7/8/07

Príncipe azul



Noche de lluvia copiosa. Llega Omar a la clínica, al área de emergencias, para preguntar por su mil veces adorado Damián Ruvalcaba. No comprende cómo le pudo pasar eso. A dónde iba, con quién, para qué, pero no era culpa suya. El pobrecito no sabía cuidarse solo. La falta, lo sabía bien, la había cometido él mismo, por abandonarlo una noche nada más. Nadie sabe nada de él. No traía identificación. No pueden dejar pasar a Omar porque, el muy listo, tampoco la trae. Le preguntan si es familiar, No, soy su novio, Lo sentimos, el paciente está en shock, no podemos arriesgarnos. Tendrá que esperar. Tampoco le dicen su estado, para eso tiene que esperar al doctor. Sólo sabe que fue un accidente de coche. Qué imprudencia, en el coche de quién, persiguiendo qué. Omar enciende un cigarro y sale a la calle. Debe protegerse de la lluvia en el techito de la entrada. Eso es mala suerte, protegerlo día y noche, día tras día, de todo peligro, de todo lo que Omar consideró peligroso, de su vida de provincia, de sus amigos que venían a buscarlo, de su familia que quería verlo. No, ellos eran peligrosos, lo que no querían era que su hijo ejerciera su sexualidad de forma libre, querían disuadirlo, apartarlo de él y de la vida que llevaba con Omar, porque, le decían, era mala influencia. Por favor, mala influencia, pensaba Omar, quien se desvivía por el muchacho, quince años menor. Pero qué muchacho. Era un verdadero príncipe azul, con su tez blanca, sus ojos miel, su cabello sedoso, sus facciones finas, su cuerpo marcado. Jamás había visto a uno igual, y qué suerte, había caído en sus manos.
Cuando lo encontró era la inocencia encarnada. El pobre no sabía nada de nada, ni siquiera sabía que se había metido en un bar gay. Lo vi muy lleno, le contaría después, y por eso entré. Como el lugar era grande, se fue metiendo, subió las escaleras, nunca vio nada sospechoso, ni siquiera notó la total ausencia de mujeres, ya estaba en el cuarto oscuro, sin sospecharlo, y ahí fue cuando lo vio Omar. A este me lo pesco porque me lo pesco, pensó, y dejó ahí a su amigo para irse detrás de Damián. Dócil como siempre, el muchacho se dejó querer. Pero a Omar no le gustaba hacer esas cosas en público. Por eso le preguntó, Dónde te quedas hoy, y Damián, sincero como sólo él podía ser, contestó, No tengo dónde quedarme. Ah, me gané la lotería, pensó Omar, y se lo llevó a su departamento, pequeño, pero lujoso y acogedor. Ahí se quedaron esa noche, y las siguientes, todas.
Era un provinciano prófugo de las reglas absurdas que sus padres le imponían. Lo obligaban a trabajar en la televisora local de San Luis Potosí por un sueldo que se iba, completo, a las arcas de don Lucio, y lo retenían en casa el resto del día, sin comunicación alguna con el exterior. Su madre sabía que era su apariencia lo que le abriría las puertas del mundo, por eso le compraba cremas y tratamientos contra las arrugas, aunque cualquiera pensaría que intentar prevenir las arrugas a un muchacho de 17 años es algo excesivo. Por eso se escapó, un día, con Laura, su vecina, a la capital. Él mismo pensaba que tuvo suerte de encontrar a Omar. Jamás imaginó que sería gay, ni le preocupaba serlo, Omar le decía que no tenía nada de malo, que se dejara guiar por sus instintos. Y bueno, Damián aceptó, al fin y al cabo, estaba empezando una nueva vida, y la había empezado con mucha suerte.
Omar se lo llevaba a todas las fiestas y reuniones a las que iba. Su vida social brilló más que nunca, pues cuando llegaba a cualquier lugar, todo el mundo volteaba para verlo, más a Damián que a él, pero le encantaba aquello, escuchar el rumor general de Mira, ya viste con quién viene Omar Muñoz, No sé, quién es, No, yo tampoco sé, pero está divino el tipo. Y así era siempre. La paternalidad con que Omar trató a Damián volvieron a éste dependiente de todo cuando el otro le podía ofrecer. No tenía que trabajar, pues Omar tenía un empleo muy bien remunerado y no era necesario, hasta le compraba sus lujos, que él ni pedía, pero lo hacían ver mejor. Por eso no lo abandonaba. Eso, aunado a su buen corazón, lo hacían sentirse en deuda con Omar.
Y cuando Damián se quedaba un poco rezagado, a Omar lo rodeaban sus amigos, ávidos de curiosidad algunos, otros muertos de la envida, y le preguntaban De dónde te sacaste a ese papito, y Omar sólo decía, Pues ya ves, un día me tenía que llegar mi príncipe azul, verdad que está guapo, les preguntaba, y ellos, Guapísimo. Eso era todo. Eso llenaba de satisfacción los oídos, el corazón y el ego de Omar. Presumir a Damián, llevarlo por ahí como nueva adquisición, que lo fotografiaran las revistas sociales con él, que todo el mundo lo viera con el hombre más guapo que haya existido en la historia, y que fuera suyo, que fuera dócil, amable, educado, que no lo quisiera por su dinero, sino porque en verdad se sentía dependiente de él.
Señor Muñoz, preguntó el doctor. Omar se puso de pie. Casi se quedaba dormido, viendo en la televisión los noticieros repetidos. El doctor se lo llevó por el pasillo hacia los cubículos. Le informó que Damián se había tranquilizado con sedantes y que ahora lo único que pronunciaba era su nombre, Omar Muñoz. Que había sido un accidente gravísimo, que el acompañante misterioso de Damián había muerto, y el coche había quedado deshecho. Que los traumas y lesiones de Damián eran serias y que necesitaría muchos años de rehabilitación. Pero él, cómo está, preguntó Omar. Las llamas le destrozaron el rostro, le dijo el doctor, estamos a la espera de un donante para injertarle piel. Omar quedó en silencio. El doctor siguió, Además, la pierna derecha quedó inservible, tuvimos que amputarla. Ya, basta, era demasiado, Omar no quería escuchar más. Hubiese preferido que le dijeran que estaba muerto antes de ver profanada tanta belleza, su propia belleza.
Quiere verlo, preguntó el doctor, a lo que Omar, todavía impactado, respondió con un seco No, dónde pago. El doctor, confundido, le señaló el área de cajas y Omar dio media vuelta, pagó la cuenta de Damián y salió de la clínica, decepcionado. Había perdido a su príncipe azul, al único que había encontrado, y no lo recuperaría jamás.

(FIN)