Para mí no es ninguna sorpresa. Desde que tengo memoria me he atormentado a mí mismo con una inverosímil e irracional nostalgia que no me deja descansar ni disfrutar de lo que tengo o de lo que tuve. Todo el tiempo es pensar en lo que dejé, en el tiempo que ha pasado, en los recuerdos que se esfuman como si fueran nubes en el cielo, arrastradas por la carretera interminable. Como si mi ser no terminara de luchar por todos los rincones que me faltan por conocer contra todos los lugares en los que he sido feliz. Quién lo diría, andar el mundo es más difícil de lo que te cuentan.
Me la paso haciendo planes que no sé si se concretarán, que la mayoría de las veces solo quedan en eso, porque ni una memoria, ni una añoranza de lo que pudo haber sido, ni para eso hay espacio en mi cabeza, solo para lo que ya fue, lo que se perdió en el vacío, el tiempo, los lugares, las personas que fuimos, los momentos con los seres queridos, la terrible certeza de que todos, alguna vez, habremos de abandonar este mundo, y entonces sí, ahí estará el reproche, el por qué no pasé más tiempo con fulano, por qué permití que la distancia nos separara, que el tiempo se nos escurriera por la borda.
Soy una de esas personas que lo único que desea es cargar con todo y con todos por el resto de su vida, pero que sabe que no lo logrará, así que se lamenta. Digo una de esas personas porque estoy seguro que hay más como yo sueltos por el mundo, queriéndolo todo al mismo tiempo. Irse, estudiar lejos, tener un trabajo decente, y al mismo tiempo quedarse, cuidar de los que uno quiere, o simplemente hacerles compañía, echarles una mano, prestarles un hombro, dedicarles una palabra o una lágrima. Conocer cosas nuevas y que las viejas no se terminen. Lo cierto es que si un sacrificio no importa, es porque no es un sacrificio.
No sé si algún día se me quitará esto, sospecho que no. Siempre seguiré añorando los días cálidos, impasibles en mi casa, cuando miraba por la ventana y se tejían esas historias en mi cabeza, las tardes dibujando mientras alguien me observaba y me decía Que bien dibujas, las calles con los amigos de la infancia, corriendo en bicicleta o jugando videojuegos, el calor de mi mamá abrazándome por la noche, cuando estaba enfermo, su mirada igual de tristona y nostálgica que la mía, la infancia de mis hermanos que duró tan poco y que todavía no concibo que se haya terminado. Y siempre se librará en mí esta lucha, porque quiero asegurar lo que viene, sin soltar lo que tuve, aunque sepa que ocupan el mismo lugar o que no puedo conservar ambas cosas.
Si hay un destino para mí, es ese. Cargar con todo. O al menos intentarlo, y sufrir porque no puedo.