
"Concéntrate. Tienes que sentir placer".
Siempre ha sido así, Rufino. A pesar de todo, no pierdes la esperanza. Apenas consigues respirar entre sus sudorosas carnes. Tus gemidos, eso cualquiera podría notarlo, no son de placer. Pero hay que trastocarlos, o tal vez él se dé cuenta. A quién engañas. En tus pensamientos estás a salvo. De Rufino y de ti misma. No tienes que fingir en tu cabeza. Puedes pensar, Hijo de la chingada, mientras gritas, Oh, sí, papito. ¿Quién va a enterarse, a parte de ti? ¿Y tú qué vas a hacerte? ¿Quién va a castigarte por odiar al patán de Rufino? Nada cambiará. Por más que lo desees.
Hace cuánto lo conoces. Ya no sabes. Es como si siempre hubiera estado aquí. Su cara te es familiar, lo suficiente como para no temer, para sentirte tranquila, segura. Eso es lo que tiene. Siendo sinceros, no es muy agraciado. Tiene un encanto extraño que lo hace popular entre las damas, eso ni dudarlo, pero de eso a tener atractivo sexual está muy lejos. Digamos que no ayudan sus bigotes disparejos, su penetrante olor a podrido, su piel siempre húmeda y pegajosa, sus manos callosas, duras, incapaces de dar una caricia. Y esos gestos que hace con la boca, como un viejo que juega con su dentadura postiza, es desagradable, asqueroso. Pero sabes que si estás con él no es por eso.
Es la esperanza. Que te rescate de la soledad. Porque temes que un día te levantes de la apestosa cama y descubras que no eres tú, que ya ni eso te queda. Que no te pases la noche esperando, a ver si viene, y si no vino hoy, a ver si viene mañana. Que te quite la incertidumbre que te está acabando, que te dejé aunque sea la seguridad de que un día, cercano o lejano, se va a quedar contigo para siempre.
Qué importa que no sea guapo, que sea un patán, que te coja así, con violencia, con furia, que te encaje las uñas y te grite en el oído. Sus perversiones no te importan. Podría ser peor, lo sabes bien. Tiene poco tacto, pero de eso a nada.
"Ya casi acaba. Le falta poco".
Lo conoces bien. Sabes que a veces aumenta de ritmo y no pasa nada, pero cuando aumenta de ritmo y ahoga los gemidos, cuando se pone rígido, de los brazos, del cuello, es que se avecina el orgasmo. Ya no es necesario que te dé instrucciones. Tú misma alzas más las piernas, para dejarlo subirse hasta tu cara. Cierras los ojos, aprietas los labios. Él ni se fija. Clava la mirada en el abanico de techo, se le dificulta respirar. "¿De verdad disfrutará esto?", piensas, mientras un líquido caliente y salado cae sobre tu rostro. Y él se limita a quitarse de encima, y se desploma en el colchón.
"Estás bien rica, Meme", te dice, mientras enciende un cigarro, porque así hacen en las películas. Ya que te limpiaste, te acuestas a su lado y por fin te sientes en paz. Ha pasado la tortura, el terrible momento de hacer el amor, si a eso puede llamársele hacer el amor. Ahora puedes entregarte a disfrutar su cuerpo aquí, contigo, en el momento en que tú dejas de ser suya, y él empieza a pertenecerte. Ahora puedes engañarte, decirte "Soy feliz, estoy bien", e imaginar que un día, quizá no muy lejano, llegue Rufino no a pagarte dos horas, sino una vida entera; y te diga, "Vente, vámonos de aquí. Vente conmigo".
Hoy no ha sido el día. Hoy te ha pagado dos horas, y las dos horas se han terminado. Ya tocan a la puerta. Gritas, Ya salgo, mientras Rufino todavía se pone los pantalones, tú sólo te pones el calzón, no es necesario más, abres la puerta y recibes a Salomón, siempre viene a las siete en punto. Rufino se va sin despedirse, saluda a Salomón, Buenas, y desaparece en el pasillo. Tú le sonrís a Salomón, y empiezas a engañarte otra vez, a imaginar que si no fue Rufino el que te salvó, tal vez sea Salomón, y que quizá esta sea la última noche de las noches vendidas.
(FIN)
Siempre ha sido así, Rufino. A pesar de todo, no pierdes la esperanza. Apenas consigues respirar entre sus sudorosas carnes. Tus gemidos, eso cualquiera podría notarlo, no son de placer. Pero hay que trastocarlos, o tal vez él se dé cuenta. A quién engañas. En tus pensamientos estás a salvo. De Rufino y de ti misma. No tienes que fingir en tu cabeza. Puedes pensar, Hijo de la chingada, mientras gritas, Oh, sí, papito. ¿Quién va a enterarse, a parte de ti? ¿Y tú qué vas a hacerte? ¿Quién va a castigarte por odiar al patán de Rufino? Nada cambiará. Por más que lo desees.
Hace cuánto lo conoces. Ya no sabes. Es como si siempre hubiera estado aquí. Su cara te es familiar, lo suficiente como para no temer, para sentirte tranquila, segura. Eso es lo que tiene. Siendo sinceros, no es muy agraciado. Tiene un encanto extraño que lo hace popular entre las damas, eso ni dudarlo, pero de eso a tener atractivo sexual está muy lejos. Digamos que no ayudan sus bigotes disparejos, su penetrante olor a podrido, su piel siempre húmeda y pegajosa, sus manos callosas, duras, incapaces de dar una caricia. Y esos gestos que hace con la boca, como un viejo que juega con su dentadura postiza, es desagradable, asqueroso. Pero sabes que si estás con él no es por eso.
Es la esperanza. Que te rescate de la soledad. Porque temes que un día te levantes de la apestosa cama y descubras que no eres tú, que ya ni eso te queda. Que no te pases la noche esperando, a ver si viene, y si no vino hoy, a ver si viene mañana. Que te quite la incertidumbre que te está acabando, que te dejé aunque sea la seguridad de que un día, cercano o lejano, se va a quedar contigo para siempre.
Qué importa que no sea guapo, que sea un patán, que te coja así, con violencia, con furia, que te encaje las uñas y te grite en el oído. Sus perversiones no te importan. Podría ser peor, lo sabes bien. Tiene poco tacto, pero de eso a nada.
"Ya casi acaba. Le falta poco".
Lo conoces bien. Sabes que a veces aumenta de ritmo y no pasa nada, pero cuando aumenta de ritmo y ahoga los gemidos, cuando se pone rígido, de los brazos, del cuello, es que se avecina el orgasmo. Ya no es necesario que te dé instrucciones. Tú misma alzas más las piernas, para dejarlo subirse hasta tu cara. Cierras los ojos, aprietas los labios. Él ni se fija. Clava la mirada en el abanico de techo, se le dificulta respirar. "¿De verdad disfrutará esto?", piensas, mientras un líquido caliente y salado cae sobre tu rostro. Y él se limita a quitarse de encima, y se desploma en el colchón.
"Estás bien rica, Meme", te dice, mientras enciende un cigarro, porque así hacen en las películas. Ya que te limpiaste, te acuestas a su lado y por fin te sientes en paz. Ha pasado la tortura, el terrible momento de hacer el amor, si a eso puede llamársele hacer el amor. Ahora puedes entregarte a disfrutar su cuerpo aquí, contigo, en el momento en que tú dejas de ser suya, y él empieza a pertenecerte. Ahora puedes engañarte, decirte "Soy feliz, estoy bien", e imaginar que un día, quizá no muy lejano, llegue Rufino no a pagarte dos horas, sino una vida entera; y te diga, "Vente, vámonos de aquí. Vente conmigo".
Hoy no ha sido el día. Hoy te ha pagado dos horas, y las dos horas se han terminado. Ya tocan a la puerta. Gritas, Ya salgo, mientras Rufino todavía se pone los pantalones, tú sólo te pones el calzón, no es necesario más, abres la puerta y recibes a Salomón, siempre viene a las siete en punto. Rufino se va sin despedirse, saluda a Salomón, Buenas, y desaparece en el pasillo. Tú le sonrís a Salomón, y empiezas a engañarte otra vez, a imaginar que si no fue Rufino el que te salvó, tal vez sea Salomón, y que quizá esta sea la última noche de las noches vendidas.
(FIN)