30/10/07

Las noches vendidas



"Concéntrate. Tienes que sentir placer".

Siempre ha sido así, Rufino. A pesar de todo, no pierdes la esperanza. Apenas consigues respirar entre sus sudorosas carnes. Tus gemidos, eso cualquiera podría notarlo, no son de placer. Pero hay que trastocarlos, o tal vez él se dé cuenta. A quién engañas. En tus pensamientos estás a salvo. De Rufino y de ti misma. No tienes que fingir en tu cabeza. Puedes pensar, Hijo de la chingada, mientras gritas, Oh, sí, papito. ¿Quién va a enterarse, a parte de ti? ¿Y tú qué vas a hacerte? ¿Quién va a castigarte por odiar al patán de Rufino? Nada cambiará. Por más que lo desees.

Hace cuánto lo conoces. Ya no sabes. Es como si siempre hubiera estado aquí. Su cara te es familiar, lo suficiente como para no temer, para sentirte tranquila, segura. Eso es lo que tiene. Siendo sinceros, no es muy agraciado. Tiene un encanto extraño que lo hace popular entre las damas, eso ni dudarlo, pero de eso a tener atractivo sexual está muy lejos. Digamos que no ayudan sus bigotes disparejos, su penetrante olor a podrido, su piel siempre húmeda y pegajosa, sus manos callosas, duras, incapaces de dar una caricia. Y esos gestos que hace con la boca, como un viejo que juega con su dentadura postiza, es desagradable, asqueroso. Pero sabes que si estás con él no es por eso.

Es la esperanza. Que te rescate de la soledad. Porque temes que un día te levantes de la apestosa cama y descubras que no eres tú, que ya ni eso te queda. Que no te pases la noche esperando, a ver si viene, y si no vino hoy, a ver si viene mañana. Que te quite la incertidumbre que te está acabando, que te dejé aunque sea la seguridad de que un día, cercano o lejano, se va a quedar contigo para siempre.

Qué importa que no sea guapo, que sea un patán, que te coja así, con violencia, con furia, que te encaje las uñas y te grite en el oído. Sus perversiones no te importan. Podría ser peor, lo sabes bien. Tiene poco tacto, pero de eso a nada.

"Ya casi acaba. Le falta poco".

Lo conoces bien. Sabes que a veces aumenta de ritmo y no pasa nada, pero cuando aumenta de ritmo y ahoga los gemidos, cuando se pone rígido, de los brazos, del cuello, es que se avecina el orgasmo. Ya no es necesario que te dé instrucciones. Tú misma alzas más las piernas, para dejarlo subirse hasta tu cara. Cierras los ojos, aprietas los labios. Él ni se fija. Clava la mirada en el abanico de techo, se le dificulta respirar. "¿De verdad disfrutará esto?", piensas, mientras un líquido caliente y salado cae sobre tu rostro. Y él se limita a quitarse de encima, y se desploma en el colchón.

"Estás bien rica, Meme", te dice, mientras enciende un cigarro, porque así hacen en las películas. Ya que te limpiaste, te acuestas a su lado y por fin te sientes en paz. Ha pasado la tortura, el terrible momento de hacer el amor, si a eso puede llamársele hacer el amor. Ahora puedes entregarte a disfrutar su cuerpo aquí, contigo, en el momento en que tú dejas de ser suya, y él empieza a pertenecerte. Ahora puedes engañarte, decirte "Soy feliz, estoy bien", e imaginar que un día, quizá no muy lejano, llegue Rufino no a pagarte dos horas, sino una vida entera; y te diga, "Vente, vámonos de aquí. Vente conmigo".

Hoy no ha sido el día. Hoy te ha pagado dos horas, y las dos horas se han terminado. Ya tocan a la puerta. Gritas, Ya salgo, mientras Rufino todavía se pone los pantalones, tú sólo te pones el calzón, no es necesario más, abres la puerta y recibes a Salomón, siempre viene a las siete en punto. Rufino se va sin despedirse, saluda a Salomón, Buenas, y desaparece en el pasillo. Tú le sonrís a Salomón, y empiezas a engañarte otra vez, a imaginar que si no fue Rufino el que te salvó, tal vez sea Salomón, y que quizá esta sea la última noche de las noches vendidas.

(FIN)

7/10/07

Tarde o temprano



-Prende una veladora, y reza por mí. Esta noche me muero.

Creíste que sería uno más de sus delirios. Tu madre era fuerte como una vaca. Soportaba en silencio el dolor de su cáncer, tensando los músculos, poniéndose rígida, hasta el color le cambiaba por la falta de aire, pero ni un quejido salía de sus labios. Llegas de tu fingido trabajo, y le das todas las atenciones que necesite, que si el juguito de naranja, que si el lavado de pies, que si sacarla un rato al sol. Hasta eso, ese último día, no ibas a salir, te quedarías con ella todo el día, en parte porque no tenías nada qué hacer, pero también porque querías ver si era verdad lo que había dicho.

La alentaste a que redactara su testamento cuando todavía le quedaba algo de lucidez. En aquellos tiempos te agradecía todos los días que la cuidaras, te imploraba que no la dejaras sola, que estuvieras con ella hasta el último suspiro, porque su más grande temor era morir y ser olvidada. Así al menos al hijo menor le quedaría la frustración de no haberla podido salvar, por más intentos que hubiese hecho, o el insoportable recuerdo de su agonía, torturándole las noches. A ti no te iba a quedar nada de eso, sino la casa y el dinero: te había hecho su heredero universal. Se te olvidó entonces la tristeza que había nacido en ti cuando escucharon el diagnóstico del doctor. Tu hermano tomó a su esposa y a sus hijos, y se mudó al piso de abajo. Ni te dirigía la palabra. Tu madre decía que lo comprendieras, que había sido un golpe terrible, que él era muy sensible y tú muy fuerte, que no le hicieras caso. Luego le remordió la conciencia, pero ya no lo dejaste regresar. Le prohibiste la entrada a tu casa, cambiaste la cerradura, pero no por rencor, sino pensando en futuro, siempre fuiste tan previsor, así no te podría reprochar nada, cuando tuvieras en tus manos la casa y el dinero, no iba a tener ningún derecho a reclamar su parte.

Le comentaste a tu amante alemán quién sería el próximo dueño de la enorme casa, con 8 departamentos independientes para rentar, dinero suficiente para vivir, y vivir bien. Después de hacer el amor, se quedaban acostados, haciendo cuentas, pensando qué se podrían comprar con aquel dinero, a dónde viajarían, qué negocio pondrían. Pero el avance de la enfermedad fue retrocediendo gracias a las poderosas defensas de tu madre y a las efectivas medicinas que le comprabas. Fue idea del alemán, no tuya, frase que ahora no te cansas de repetirte. Él te comentó, Y qué pasa si no le das todas las medicinas. Era verdad, aquellas pastillas e inyecciones estaban arruinándote el futuro. El doctor había dicho que sólo un milagro podía salvarla. Tú no creías en los milagros.

Temías que se diera cuenta. Temías que tu madre fuera de esas personas paranoicas, y que en cualquier momento te descubriera, te lanzara platos, vasos, gritándote, Maldito, desagradecido, asesino, y pidiendo auxilio a tu hermano. Pero no fue así. Las medicinas la habían vuelto dócil, distraída, habían perturbado su memoria. Un día olvidó el nombre de tu hermano. Luego, olvidó que tenías uno. Primero le diste las pastillas a deshoras, a ver qué pasaba. Pero nada. Ella seguía igual, el doctor seguía diciendo que todo iba bien, que estaba mejorando. Así que suprimiste una, al azar. Se le quitó el hambre, dejó de comer. Pero aun así, su salud seguía estable. Entonces le quitaste otra. Y cuando la paciencia se te acabó, y pasaron dos años de quitarle pastillas y tu madre no se moría, se las quitaste todas. Todas. Le dabas dulces en su lugar, y le inyectabas agua. Entonces comenzó el deterioro, a una velocidad vertiginosa. Se le cayeron el pelo y las uñas. Se le partieron los labios. Envejeció de pronto, no podía caminar. Y tú veías el éxito venir, nadie sospechaba, el doctor decía, Tarde o temprano tenía que pasar, los medicamentos sólo estaban retrasando lo peor, pero al parecer, ya no funcionan.

Volvió a ti el alemán, pues por esos tiempos se había alejado, creyéndote débil e inmaduro, pero apenas se enteró que tu madre estaba en las últimas, se enamoró otra vez. Rehicieron los planes, las cuentas y los viajes. Te revolcabas con él y soñabas con tu madre, revolcándose también, pero en el dolor de su cama. Habías empezado a hartarte. Desde hacía seis meses no le dabas medicamentos, y todavía no se moría. Tu hermano había empezado a sospechar, y se metía a tu casa por la puerta de atrás. Un día descubrió el frasquito de las medicinas, olorosas a chocolate. Por fortuna no lo dejaste probarlas. No ves lo caras que están, apenas si me alcanza para comprárselas. Tu madre se había asustado con los gritos. Entraste en la recámara, luego de correr a tu hermano, y le acariciaste la cabeza, mientras la engañabas, Todo va a estar bien, te vas a recuperar, vas a ver.

Y al fin, aquella mañana ella misma te había dado las instrucciones de qué hacer cuando muriera, cómo quería su ataud, qué vestido quería traer puesto. La escuchaste atento. Se pasaron el día juntos. Cuando le llevaste las pastillas, te tiró la charola, furiosa, y te gritó, Para qué, si no sirven para nada. Tú te quedaste temblando. Era verdad que habías puesto en marcha aquel plan maligno sin que nadie te obligara, pero te aterrorizaba la idea de que alguien te descubriera, peor si era la propia víctima. Hiciste un segundo intento, Pero mamá, son por tu bien, para que te pongas mejor, y te agachaste a juntarlas, pero tu madre otra vez gritó, Cállate, no quiero nada. Bueno, allá ella. Se pasó el día entero en la mecedora, sin hablarte, sin mirar nada, sin moverse siquiera. Llegada la noche, murmuró, con una voz débil, de moribunda, Llévame a acostar. Dejaste la revista que leías en el sillón, y la cargaste hasta la cama.

La arropaste y le acomodaste la almohada. Ya te ibas, para acostarte también, pues te hayabas fastidiado por la falsa promesa y la espera eterna, cuando te detuvo, tomándote de la mano y negándose a soltarte. Se le empezaron a cerrar los pulmones. Sentía la muerte ahí, acostada a su lado, acariciándole el rostro, invitándola, Vente, vámonos, mientras ella le respondía, Espérame, dame un minuto. Te clavó los ojos, y tú le evadías la mirada, A ver mamá, no te sientes bien, verdad, deja llamo al doctor. Ella dijo No, ya no lo necesito. Entonces capturó por fin sus ojos. Se quedaron así, tú pidiendo disculpas, con las lágrimas a punto de salir, ella conteniendo a la muerte. Al final, con el último suspiro, pronunció tu propia sentencia:

-Ojalá que disfrutes mi casa y mi dinero, cabrón.

Y murió.

(FIN)